Tiene el pelo blanco y por supuesto, viste de negro.
A sus más de ochenta años ha llegado con casi todo intacto, menos su vista: todo, incluida la coquetería.
A esta edad tiene muchos hijos, y nietos. Vive rodeada de ellos, pero con ninguno. Tiene una casa de alquiler, que paga puntualmente cada mes, donde acoge a aquél de la familia que lo necesita.
Cuida de un nieto pequeño, cocina, plancha a tientas y es feliz si consigue hacerlo todo con los rulos puestos. Señal de que alguien la ha peinado, en cuanto se los quite estará guapa.
Su mayor temor es morir en casa ajena. Lo combate con la certeza que posee de que no será así mientras muestra, con andar cansino, todo lo que es capaz de hacer.
En una vida dedicada a la sumisión, morir independiente es toda una conquista. Aunque para ello deba seguir siendo útil a los demás, alerta a los favores que pueda hacer a los otros.
Últimamente los médicos han comenzado a decir que pierde la cabeza. Avisan a la familia para que se vaya preparando.
Pero no puede ser cierto que carezca de lucidez, a pesar de que imagina tener una plaga de cucarachas delante y tantea el suelo en busca de objetos inexistentes.
Ella extiende su minúscula paga para mantener a un hijo solterón, que sólo acude a la casa para comer y, a veces, quedarse hasta el día siguiente. Se lo agradece, porque son las únicas noches que duerme sin pastillas. Si aparece también al mediodía es feliz. No apetece cocinar para una sola.
Hace correctos cálculos para poder alimentar con caldos y ternura las malas horas de un yerno alcohólico, al que su mujer echa de casa con la misma cadencia con la que él se emborracha. Hasta cuenta con los dedos de modo que le alcance y cada tarde pueda comprarle a su nieto un bollo dulce.
Y no hay fiesta de cumpleaños, boda o comunión, donde los festejados no reciban algo de sus todavía firmes manos, mientras sonríe con la satisfacción de poder hacer regalos. Aún.