Novelas

                                                        leonorpaque@gmail.com

manos cogidas bn (3)

Esa vida que no es mía. 2020

Lo que callamos. 2018

En sus tibias manos. 2015

Editadas por Latiovisual Cultura  

Una Mujer de nada.

Ediciones Barataria. Colección Bárbaros 2010

 

Esa vida que no es mía, comenzar a leer…

Ha escuchado tal grito, largo, de mujer, que ha parado en seco de remover las patatas, a medio freír en la sartén ennegrecida. Observa embobada como se desprende la cáscara del diente de ajo añadido a las grandes lajas de patatas, atenta a si se repite el bramido, que no le ha parecido de angustia.

Envuelta en el vapor grasiento que la campana extractora no absorbe del todo, percibe entre el crepitar de la fritanga un gemido femenino. No lastimero. Más como un ahogo creciendo hasta alarido, explotado, sin intención de acallarlo, reventado como la pompa de aceite que salta desde la hornilla y le quema la mano, cerca del reloj. Reprime un lamento. Pone la muñeca bajo el grifo, con cuidado de que el chorro no alcance la correa cuarteada que sujeta la esfera con números dorados y es, mientras seca con una bayeta el aceite que se ha escurrido desde la paleta con que machaca la cena, el momento en que le han venido a la cabeza las bestias, allá en su pueblo, cuando se ponían en celo. Eso era: una hembra desbocada.

Se ajusta en la frente el pañuelo con que su madre la acostumbró, desde bien niña, a proteger los guisos. ¡Un pelo!, protestaban al apartarlo al borde con el cubierto. La mirada, escrutadora, pasaba de la matriarca a ella misma, encargada de la comida y causante de aquel asco imperdonable. Un pelo lacio y casi vivo, por pesadez contagiada de caldo, que hubiera querido hacer reptar fuera del plato. Entonces todo era más grande ―o ella más chica― y los demás sentados a la mesa quedaban lejos, lejos su manotazo de castigo. Cuánto se acordaba de antes, de cuando era niña, luego una jovenzuela. Con los hijos ya fuera, recordaba más y más. Desde que la madre, consumida, murió de aquella manera, en el hospital, le venían cada vez con más frecuencia escenas como la del pelo bicho a la memoria.

Ahora cada cosa queda al alcance de su mano adulta, adiestrada en colocar la bandeja de aluminio sobre el hule de plástico que cubre la camilla, agarrar el trapo, soltar la espumadera. En su trajín, escucha de nuevo lo de antes. Lo distingue claro entre el borboteo de las patatas, que acabarán quemándose si continúa tan quieta, alerta a lo que proviene del patinillo.

Lo tiene primorosamente cuidado, dos metros por cuatro, su patio. Nada más llegar se puso con la tarea. Lo encaló a la altura del brazo, todo alrededor. Hasta que, invierno tras invierno, la lluvia y la humedad continua la hicieron desistir de volver a blanquear. También se empeñó en poner unas macetas con flores reventonas entre las hojas duras, que brotan cada año, a pesar de las inclemencias del frío y el calor extremo. Seguro que por eso las llaman de obreros, recuerda, porque resisten lo que ningunas otras. A pesar de que la luz del sol no dibuja jamás línea alguna en el suelo cementado ante los barrotes de la ventana, compró media docena de tiestos, los rellenó de tierra que apiló de una cuneta, y en mitad, haciendo agujero con los dedos, plantó los tallos. Uno a uno de los robados con susto en el jardín del chalé donde trabaja. Y eso que ella ladrona, no era.

Había cientos, recortados en torno a las flores más delicadas, absorbiendo el polvo y los gases de los coches que corrían al otro lado del seto. Quién se iba a enterar, a quién se le daba nada por una o dos, unas cuantas menos de aquellas humildes matas. Una atardecida se armó de valor, se escabulló hacia la parte de atrás del chalé y en un santiamén escondió el hurto en la bolsa de plástico en la que acostumbraba a llevarse los restos del guiso de los señores. Se llenó el aire de olor a tierra, mojada por aspersor circular, en cuanto tiró de los rabos nudosos que se vinieron hasta con raíz. Los papeles de periódicos atrasados entre los que los ocultó se ondularon, reblandecidos.

Corrió para el barrio como si portara un botín, y aquella noche, en la cama, se recreó en el recuerdo del riego con el sol ya ido, bajo las parras salvajes de la alquería familiar. Su madre remendaba ropa, pespuntaba bordes de trapos o troceaba tomates, pimientos, para la cena, mientras ella rociaba a aquella hora de manteca, con casa, puerta, cielo y madre emplastados en la luz menguante, las macetas. Parecían revivir absorbiendo el chorro manso, rebosantes de frescura, y agradecérselo devolviéndole olores que ni los del frasco de colonia de los días festivos. Las regaba por orden, con ida y vuelta primero, un poco de agua a cada una, que les quitara la sed del día, y luego, otra pasada de manguera, bien llenitas tierra adentro, y las hojas, salpicadas como de lluvia con la presión del dedo. Al desbordarse del canto de barro un reguero helado le mojaba los pies acalorados, resbaladizos en la chancleta, sucia por los quehaceres de la jornada. Si las flores sentían la mitad del alivio, una pizca del gusto que a ella le proporcionaba aquella agua en la piel terrosa, qué contentas, qué gloria. Hasta que su madre, desde el quicio de la puerta, sentada en su banqueta, la reprendía: ¡Sera! ¿Tú te has creído que nos la regalan? ¡Corta ya, niña!

Así, con los agrietados pies entumecidos bajo las mantas, la mente anegada de frior, aquella noche en el cuarto de la casa recién alquilada, las raíces esponjándose en un tarro de la cocina, durmió como creía ella que lo hace una reina, soñando en el vergel que por la mañana, bien temprano, plantaría bajo su ventana.

Allí estaban los tiestos, con sus tallos resecos en una tierra gris, dura como el cemento. Los tallos retorcidos, apagados y polvorientos, plagados de insectos, que alguien, esa tarde, rociaba con gemidos.

 

Lo que callamos, comenzar a leer…

Mi madre se había muerto, acababa de dimitir de un puesto directivo y tú me has traicionado. Cada madrugada, antes siquiera de abrir los ojos, me abandonas. Cada amanecer, con la penumbra aún en el cuarto, un borde de la cortina apartada hacia donde comienza a clarear el cielo, te has marchado de mí. Mamá ya no…, decidí cesar y tú…

Hacía ese recuento mientras ponía la mesa de la cocina para el desayuno.

Café o té, pesada palabra, traición, mantequilla o aceite, eras así y ya estaba, mermelada de fresas jugosas ―asegura el tarro―, o de dieta, tanta trascendencia y profundidad, pan integral, que detestabas, tostado o fresco, si he bajado a la tienda de la esquina.

Cruje en la cocina solitaria al cortarlo sobre la mesa camilla vestida con faldillas verdes, tus miedos. Apartarlas con un gesto y cubrir con ellas las piernas, cuando se cree cada cosa servida y lista para tomar, déjalo todo, un poco de paz, y se comprueba que falta un cubierto o la aceitera.

De nuevo volver a levantarse, no darle tantas vueltas, renqueando a esa hora del día, el momento en que los sueños de los que has despertado se quieren aposentar sobre la silla, heridas, desaparecer como el azúcar en la infusión humeante, remover el café con tintineo de cucharilla que prende a la realidad de la mesa provista, ahuyenta zozobras, aleja el recuento de emociones trastornadas.

Se harán invisibles como el azúcar disuelto, que, sin ser percibido, es obvio correrá por la garganta hasta un hondo interior, desde el borde de la taza azul, ni muy grande ni muy pequeña; prefieres un vaso, lo sé.

 

En sus tibias manos, comenzar a leer…

¿Adónde íbamos? ¿Adónde íbamos? ¿Hasta cuánto íbamos a subir? La gota pequeña que elijo arriba del cristal baja torcida, como las demás gotas, y coge a otras gotas del camino y se hace gorda, escurrida para atrás, hasta que termina la ventana y desaparece la gota, la gorda que está hecha de todas las pequeñas que caza en la bajada por el cristal, todas las pequeñas dentro de la gorda se las lleva la prisa y ya no están. Busco otra arriba y, como nos hemos parado, la gota pequeña baja recta hasta otra gota y otra gota del camino abajo, hasta hacerse una gorda de agua, esa agua gordita, redonda, que brilla y tiembla, hasta correr a no se sabe dónde, qué mojará la gota esa gorda hecha de otras pequeñitas que quieres tocar, pero está por fuera del cristal y no puedes, y cuando nos movemos, la gota ya está: desparece. ¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos? ¿Adónde vamos, mamá? Nos has puesto la ropa de domingo, pero es otro día de trabajo y papá no está. No hemos ido a la escuela.

Llovía cuando el taxi paró arriba, al final de la cuesta por donde habíamos venido. Hacía rato que no se veían casas y muy largo me pareció desde que habíamos dejado nuestro barrio con mucho frío, sin parar de jugar con el humo que nos salía de la boca.
Llovía tanto que al principio no vi por la ventanilla toda llena de gotas de agua que corrían por el cristal y aparecían primero pequeñitas, caían y se tragaba una a otra en la bajada y se hacían gordas, hasta que llegaban al final, y ya no estaban, y otra empezaba, pequeña, desde arriba, a bajar, a hacerse gorda y bajar, las manchas de colores de cosas que no se ven bien de donde habíamos llegado.

Nunca antes habíamos cogido un taxi ni nadie de la familia tenía coche, así que me había entretenido al ver pasar primero el barrio nuevo, con los caseros en las puertas haciendo cosas en las guadañas o con las lechugas y lo de la huerta; contando los pisos de los bloques altos si me daba tiempo; el balcón de mis primos en la calle del medio, hasta salir por la curva empinada de encima de las vías del tren, que te ponía cerca de los tejados de las casas en el principio de la cuesta; luego la ría, distinta de cuando íbamos en el microbús, más tapada con las paredes de los barcos; luego la ciudad con muchas calles, muchos pisos y coches y, al final, cuando se puso a llover, solo las campas.

Rodábamos, calentitos, sin ruido, atenta a cómo se movía y daba vuelta el coche por las esquinas, hasta pararnos allí, delante de una casa grande, que parecía como un recortable pegado con saliva al monte.

En sus tibias manos

Isabel se encuentra un día, el primero que la suben a un coche, separada de todo su mundo conocido.

En un entorno acotado por pasillos, religiosas y medicinas, escapará de las habitaciones y reglas opresivas a través de la recreación del universo familiar perdido.

En sus tibias manos, con la cristalina mirada de una niña, dibuja una sociedad forzada a industrializarse en la que emigrantes del sur y autóctonos se ven obligados a convivir en una amalgama de mezquindades y extrañeza.

Dictadura, religión, incultura y pobreza sustentan la crueldad de una reclusión donde la única asimilación infantil será la vergüenza, como reflejo de un país y de una época.

La ingenuidad de la voz narradora evidencia la vulnerabilidad intrínseca de los parias ante quienes ostentan el poder, sea cual sea el momento de la historia o lugar geográfico.

Solo así se puede concebir la impunidad de unos hechos que siguen sucediendo hoy y que En sus tibias manos relata.

Fotografía: Zuhaitz Silva

♦ Una Mujer de Nada       2010. Edita Barataria

Portada una mujer de nada

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Piensa, sin notar que lo hace porque nunca pensó que reflexionar fuese una ocupación. Coser si -como lo hacía ahora- trabajar en el campo, limpiar la casa, lavar a los niños o poner la comida para los hombres. Eso eran tareas; pero que nadie le preguntase de pronto en qué pensaba, porque ella no era consciente de que aquél dejar vagar la mente a la vez que las manos o el cuerpo ejecutaban un esfuerzo fuese en realidad un quehacer, le costaba creer que pudiese haber personas que se sentaran a meditar (palabra que sólo había oído una vez en su vida cuando el cura dijo en el sermón que existían monjes dedicados a meditar y ella se quedó sin comprender en qué huerta,  acequia, sobre qué animal, recogiendo qué sembrado o con ayuda de quiénes se podía meditar), personas ocupadas en enlazar ideas o frases para convertirlos en sueños, atrapar sugerencias, vagar por los recuerdos, confeccionar razonamientos múltiples: ni entendió qué finalidad tenía ni qué provecho podía sacarsele.

Piensa en él y lo ve tan claro como si lo tuviese delante, sólo que ahora los labios del hombre no están relajados en una sonrisa: duele observarlos cortados y secos, consumidos.

Tampoco su pelo fuerte le corona la cabeza, porque no puede ser pelo esa masa oscura, pegajosa, que casi le cubre los ojos. No camina con garbo, desafiante, le pesa su propio cuerpo, cada paso es un esfuerzo y no ve por dónde va, le ciegan el viento helado, la noche negra y el miedo. Pero no deja de avanzar junto a otros que medio se arrastran desperdigados por el camino, y se aleja, se aleja cada vez más hasta que ya no alcanza a distinguirle.

Ánimas benditas, ánimas benditas, no mováis mi silla ni esturreéis la ceniza de mi lumbre ni toquéis desde fuera en el cristal de mi ventana.

Mujeres que no se rindieron llenan las líneas de esta novela, Una Mujer de Nada, enmarcadas en un tiempo y en un lugar, pero que son comunes a muchos tiempos y a muchos lugares definidos por la clase social de sus protagonistas, mujeres analfabetas enfrentadas a un mundo que escasamente comprenden pero del que saben que sólo se sobrevive peleando. Y ellas lo hacen, sacan adelante a sus hijos, con hombre y sin hombre, cuidan de pequeños y mayores y pierden guerras de las que sólo les llega más miseria.

Esta novela es un fiel espejo en el que se dibujan las caras y las vidas de gentes que aún están aquí, con nosotros , ya que este país era así ayer, las cuevas no eran habitáculos para turistas sino los únicos lugares en los que se podían resguardar del frío o del calor, la rebusca en el campo, la pobre forma de alimentar a la familia, a la ropa se le daba la vuelta una y otra vez para que aguantara y la voz del macho era la ley.

Donde a la vez  los personajes experimentan sentimientos de amor, lástima, celos, orgullo, ambición, anhelos y miedos que trazan la red de modo idéntico en cualquier tiempo y clase.

Cómo los vivieron las mujeres de entonces permiten descifrar cómo somos hoy,  al desvelar la historia de una de ellas y contar así la historia de otras tantas de las que nadie contó nada.

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