Alice se acuclilla, cruza los brazos sobre la cabeza e inspira profunda y lentamente repetidas veces. Se yergue con brusquedad y alcanza como sonámbula el arado, junto al portón, cuando escucha la voz ronca, acolchada con el ruego, a su espalda:
–No te vayas.
Retrocede los pasos hasta el tablero de trabajo, junto al que Germán ha vuelto a sentarse, ocupando de nuevo la silla de madera. Se acomoda en el respaldo. Permanecen unos instantes en silencio, en el que se puede escuchar la lluvia golpear contra el tejado, el ventanuco y las tapias, fuera. Parecen dos figuras atrapadas en el interior de la barca bíblica, contenidas, respirando quedamente, atisbando cualquier señal del otro.
El hombre alcanza con la mano el interruptor de la lamparilla. Los ojos, esplendentes ahora en la oscuridad, los fijan como a dos felinos alertas.
Alice se adelanta a fundirse con él. Se deja acoger por la cintura, en el abrazo. El olor a jabón en la ropa del hombre se sobrepone al de la piel, ligeramente salada al posar los labios, y un atisbo de fundición, junto con el cuero y esparto de la estancia, la embargan. Mientras lo roza, en el cuello, el nacimiento del pelo, el lóbulo de la oreja, mantienen ambos la postura algo forzada, ella en pie, él aposentado, con un único brazo acogiéndola.
Cuando las bocas se descubren la mente de Alice identifica el sabor ocre de la saliva masculina, mientras él la estrecha con ambos brazos, en un arrebato violento.
Mueve su lengua en la de ella como si impregnara un helado suculento, y luego el entorno de los labios, donde parece querer eliminar restos de crema dulce.
El sexo de Alice comienza a reclamar presencia.
Siente la sangre huir hacia ese lugar íntimo de su cuerpo, un diminuto y gemelo corazón que crece, se expande, emprende el pálpito.
Con un ademán preciso Germán introduce una de sus manos bajo el jersey húmedo de Alice y se lo saca por la cabeza. Luego retorna al espacio bajo la camiseta, asciende por sus costillas y le abarca los pechos. Exhala un sonido placentero, casi de alivio, la llegada a un fondeadero tras una travesía incierta. Desliza sus palmas por la espalda femenina, la rastrea y deja caer la cabeza sobre el pecho descubierto.
Lame, besa, se detiene largo tiempo.
La inclina sobre él y la acomoda de lado sobre sus propias piernas.
Alice percibe la dureza del miembro masculino a través del tejido de sus vestidos, que empieza a desear desaparezcan efecto de cualquier magia, porque es piel lo que anhela abrigar. Danza ligeramente hasta que la hace detenerse, cauteloso, con rudeza. La yergue y la sienta de nuevo a horcajadas. Transita repetidas veces con mano tosca por su nuca, sin dejar de mirarla, turbado, anhelante, inquieto, sus facciones ahora perceptibles en el acomodo de los ojos a la escasa luz, mientras Alice se inclina hacia atrás, dejando los pezones al descubierto, erectos como brotes de una planta en flor, que reclaman contacto.
Se retira y manipula hasta lograr soltar la hebilla del cinturón, prendido férreamente en un ajustado agujero. Libera sus prendas y se ensambla sobre las afanosas piernas del fundidor. Se abrazan con fiereza, casi con dolor, chocan sus huesos, exasperados. Se baten, laminan, recorren la extensión del cuerpo resbaloso del otro. Con sigilo él ensaya en el sexo de Alice, que húmedo y vigoroso, sale al encuentro. Conformada por múltiples filamentos elásticos, vibra en los dedos masculinos. Es ella la que susurra en su oído fóllame y él quien rompe con ambas manos el tejido lateral de la ropa interior para unirse. De una vez, sin dificultad.
Alice frena el imperioso movimiento para saborear, recuperarse de la poderosa sensación del acople. Inspira repetidas veces, une los labios al laberinto de su oreja y le ruega que continúe.
Ya no es Alice bobita quien está ahí. Es una mujer valerosa, hambrienta y libre, segura y decidida a tomar aquello que ansía.
Se contonea, un magma tembloroso pugnando por arrasar cada fibra dentro de sí, fluye al ritmo que reclaman su cerebro y sus miembros, asciende circundada por ondulaciones apremiantes, aceleradas, donde nada importa excepto aposentarse sobre esa cima a la que se siente impulsada desde el comienzo de la espalda, donde él acaricia, indaga con las yemas de los dedos, para sentirse un absoluto, moldeada en otro cuerpo. Una disolución rotunda y dominante, que estalla en el instante mismo en que cree le resultará imposible controlar el desbocado acelere de sus venas.
Gime al aire quieto y lleno de partículas de la estancia.
Como frente a un oleaje violento que arrastra a su paso lo que encuentra, enmarañada, enardecida, delirante, se deja llevar, para orillarse desmadejada, cubierta, empapada, inmóvil, sobre el pecho, el cuello, la polla, los muslos de aquél hombre que apenas ha dejado escapar un murmullo en el instante de ser dioses.
Alice no quiere hablar, pronunciar sonido alguno. Desea dormir. Elevarse. Desparecer. Se hubiera entregado, quizá, al reparador sueño en tamaña postura, sobre Germán.
En lugar de eso busca su ropa, se viste y sale, algo desorientada, hacia la majada en la que la herrumbre de las máquinas mojadas, la hierba calada, el cielo ensombrecido y la lluvia la sitúan en una realidad a través de la cual se conduce hasta casa.
* Fragmento de la novela Sin espera.
Qué belleza, maravilloso. No dejes nunca de escribir, Leonor. Tienes un don que necesitamos que sigas compartiendo. Un beso enorme.
¡Gracias! Viniendo de una gran profesional, que anima a la literatura como salud y alimento, este es un muy estimulante comentario : )