Se decide, aparta la cortina y desliza con precaución la puerta. Adelanta un par de pasos. Un fuerte olor a desinfectante le asalta la nariz, en mitad del pasillo en penumbra.
– ¿Felipe? ¿Hola? –llama sin energía, mientras trata de adecuar su visión a la escasa luz del interior y distingue una estancia ligeramente iluminada, tras cristales esmerilados, al fondo. Avanza indecisa, mientras repite el nombre del dueño en tono interrogante. En lugar de respuesta, un sonido que no logra identificar se hace presente en sus oídos. Varios cuartos cerrados se suceden a ambos lados, mientras duda entre retroceder y abandonar la casa, que no muestra signos de vida, o acercarse hacia la única habitación que parece ocupada.
–Felipe, soy Alice. Ayer no pude… –se aventura, al aire estático, mentolado del pasillo–. ¿Oiga? ¿Felipe? –insiste, algo sobrecogido el ánimo, sin definir qué la inquieta y a la vez la induce a abrir aquella puerta. Llama rozando ligeramente el cristal con los nudillos. Acerca la oreja y un ronroneo de maquinaria, un borboteo de cazuela hirviendo, se cuela a través de la vidriera. Lleva Alice la mano al pomo, la curiosidad imperiosa, y con cautela, lo gira y empuja lentamente, tratando de retener la sensación de intrusión.
Su mirada topa con un cuadro de considerables dimensiones, visible en la media luz. Una mujer joven, de cabello ondulado rozando los hermosos ojos, sonríe desde la pared. Alcanza su cuello desnudo pintado una torre de pañales en equilibrio, junto a varios paquetes sin abrir y toallas pulcramente dobladas, alineadas en la superficie brillante de un mueble tocador.
Contra la luz del ventanal, al fondo, se recorta un bulto vago cubierto por una sábana, sobre una cama articulada, ligeramente inclinada a la altura del cabecero. Goteros, correas. Frascos desbordando la mesilla. El sonido del ahogo multiplicado, con una cadencia angustiosa. Un gorgoteo inhumano. Un hedor dominante superpuesto al del antiséptico.
Arremete contra Alice un espanto irracional, que la mantiene petrificada, el aliento contenido. Se encuentra repentinamente en el pasillo de su casa, la de siempre, donde nació y convivió con sus padres. Es él, con una camisola que apenas le alcanza los muslos, la mano derecha tironeando del tejido con el que trata de cubrir sus genitales, resto de pudor cruel, el que camina titubeante, descalzo, hacia ella, mientras emite un retumbo repetido de alarma, uy, uy, uy… que estremece.
Y es ella, Alice, quien le sujeta por los hombros y le conduce con apremio al cuarto de baño, uy, uy, uy, lo ayuda a sentarse en el retrete, justo a tiempo para que evacúe en su interior, con el uy, uy, uy, insistente, apurado, de un padre enajenado, consumido –son los nutrientes, pierde los nutrientes por la orina, explica el médico ante su delgadez extrema–.
Y cuando ya el padre aliviado aminora el lamento, uy… uy… uy…, ella ha de accionar el mando de la ducha, acercar el chorro al cuerpo escuálido de su padre y desde la base de la espalda rociar para limpiarle, llevando allí los dedos con los que tantea un final de conducto sucio, cartilaginoso, ligeramente elástico y que en absoluto le produce repugnancia y sí una tremenda compasión, mientras él se deja asear, secar, salpicar de colonia infantil, apurado en su uy, uy, uy, disuelto en el ligero arrastre de la puerta al abrirse a su espalda, que la trae de vuelta y le provoca un sobresalto.
«Uy, uy, uy» sobrecoge y emociona, por lo que cuentas y por cómo lo cuentas, cada vez mejor!!