Esa vida que no es mía

Una ventana. window-1551634

Tras ella, una profesional independiente y libre accede a una pasión amorosa furtiva que, encuentro tras encuentro, sacude y trastorna su controlada vida emocional.

Al otro lado de esa ventana, una testigo involuntaria de las citas clandestinas se ve trabada en la relación de los amantes, y asiste fascinada a la alteración que provoca en su propia existencia, humilde ama de casa al cuidado de los suyos.

En la novela diferentes personajes femeninos afrontan el deseo de gozar lo que otras personas extraordinarias, idealizadas, incluso queridas, parecen experimentar. Ese anhelo tan humano que en ocasiones nos atraviesa y nos hace fantasear con la ilusión de ser otro, lleva estas páginas a través de las incertidumbres del amor, la amistad y la pasión.

Un desenlace adverso e imprevisto aboca a la soledad como refugio y a una cierta paz del inocente.

En Esa vida que no es mía los personajes femeninos afrontan, en un evolucionado siglo XXI, una constante que traspasa los tiempos: la relación entre  mujeres, y su manera de amar a los hombres.

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Ha escuchado tal grito, largo, de mujer, que ha parado en seco de remover las patatas, a medio freír en la sartén ennegrecida. Observa embobada como se desprende la cáscara del diente de ajo añadido a las grandes lajas de patatas, atenta a si se repite el bramido, que no le ha parecido de angustia.

Envuelta en el vapor grasiento que la campana extractora no absorbe del todo, percibe entre el crepitar de la fritanga un gemido femenino. No lastimero. Más como un ahogo creciendo hasta alarido, explotado, sin intención de acallarlo, reventado como la pompa de aceite que salta desde la hornilla y le quema la mano, cerca del reloj. Reprime un lamento. Pone la muñeca bajo el grifo, con cuidado de que el chorro no alcance la correa cuarteada que sujeta la esfera con números dorados y es, mientras seca con una bayeta el aceite que se ha escurrido desde la paleta con que machaca la cena, el momento en que le han venido a la cabeza las bestias, allá en su pueblo, cuando se ponían en celo. Eso era: una hembra desbocada.
Se ajusta en la frente el pañuelo con que su madre la acostumbró, desde bien niña, a proteger los guisos. ¡Un pelo!, protestaban al apartarlo al borde con el cubierto. La mirada, escrutadora, pasaba de la matriarca a ella misma, encargada de la comida y causante de aquel asco imperdonable. Un pelo lacio y casi vivo, por pesadez contagiada de caldo, que hubiera querido hacer reptar fuera del plato. Entonces todo era más grande ―o ella más chica― y los demás sentados a la mesa quedaban lejos, lejos su manotazo de castigo. Cuánto se acordaba de antes, de cuando era niña, luego una jovenzuela. Con los hijos ya fuera, recordaba más y más. Desde que la madre, consumida, murió de aquella manera, en el hospital, le venían cada vez con más frecuencia escenas como la del pelo bicho a la memoria.
Ahora cada cosa queda al alcance de su mano adulta, adiestrada en colocar la bandeja de aluminio sobre el hule de plástico que cubre la camilla, agarrar el trapo, soltar la espumadera. En su trajín, escucha de nuevo lo de antes. Lo distingue claro entre el borboteo de las patatas, que acabarán quemándose si continúa tan quieta, alerta a lo que proviene del patinillo.
Lo tiene primorosamente cuidado, dos metros por cuatro, su patio. Nada más llegar se puso con la tarea. Lo encaló a la altura del brazo, todo alrededor. Hasta que, invierno tras invierno, la lluvia y la humedad continua la hicieron desistir de volver a blanquear. También se empeñó en poner unas macetas con flores reventonas entre las hojas duras, que brotan cada año, a pesar de las inclemencias del frío y el calor extremo. Seguro que por eso las llaman de obreros, recuerda, porque resisten lo que ningunas otras. A pesar de que la luz del sol no dibuja jamás línea alguna en el suelo cementado ante los barrotes de la ventana, compró media docena de tiestos, los rellenó de tierra que apiló de una cuneta, y en mitad, haciendo agujero con los dedos, plantó los tallos. Uno a uno de los robados con susto en el jardín del chalé donde trabaja. Y eso que ella ladrona, no era.
Había cientos, recortados en torno a las flores más delicadas, absorbiendo el polvo y los gases de los coches que corrían al otro lado del seto. Quién se iba a enterar, a quién se le daba nada por una o dos, unas cuantas menos de aquellas humildes matas. Una atardecida se armó de valor, se escabulló hacia la parte de atrás del chalé y en un santiamén escondió el hurto en la bolsa de plástico en la que acostumbraba a llevarse los restos del guiso de los señores. Se llenó el aire de olor a tierra, mojada por aspersor circular, en cuanto tiró de los rabos nudosos que se vinieron hasta con raíz. Los papeles de periódicos atrasados entre los que los ocultó se ondularon, reblandecidos.
Corrió para el barrio como si portara un botín, y aquella noche, en la cama, se recreó en el recuerdo del riego con el sol ya ido, bajo las parras salvajes de la alquería familiar. Su madre remendaba ropa, pespuntaba bordes de trapos o troceaba tomates, pimientos, para la cena, mientras ella rociaba a aquella hora de manteca, con casa, puerta, cielo y madre emplastados en la luz menguante, las macetas. Parecían revivir absorbiendo el chorro manso, rebosantes de frescura, y agradecérselo devolviéndole olores que ni los del frasco de colonia de los días festivos. Las regaba por orden, con ida y vuelta primero, un poco de agua a cada una, que les quitara la sed del día, y luego, otra pasada de manguera, bien llenitas tierra adentro, y las hojas, salpicadas como de lluvia con la presión del dedo. Al desbordarse del canto de barro un reguero helado le mojaba los pies acalorados, resbaladizos en la chancleta, sucia por los quehaceres de la jornada. Si las flores sentían la mitad del alivio, una pizca del gusto que a ella le proporcionaba aquella agua en la piel terrosa, qué contentas, qué gloria. Hasta que su madre, desde el quicio de la puerta, sentada en su banqueta, la reprendía: ¡Sera! ¿Tú te has creído que nos la regalan? ¡Corta ya, niña!
Así, con los agrietados pies entumecidos bajo las mantas, la mente anegada de frior, aquella noche en el cuarto de la casa recién alquilada, las raíces esponjándose en un tarro de la cocina, durmió como creía ella que lo hace una reina, soñando en el vergel que por la mañana, bien temprano, plantaría bajo su ventana.

Allí estaban los tiestos, con sus tallos resecos en una tierra gris, dura como el cemento. Los tallos retorcidos, apagados y polvorientos, plagados de insectos, que alguien, esa tarde, rociaba con gemidos.

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