El doctor escocés que creyó erróneamente haber encontrado el eslabón perdido entre el hombre y el mono en los pigmeos del África Ecuatorial, cuenta la creencia de que al morir una persona traspasa su alma a quien esté con ella en ese momento.
Lo hace en la película Man to Man de Regis Wargnier, cuando todo ha acabado, tras despedirse de Toco, el pigmeo que captura y al que no puede proteger de ser asaeteado hasta morir en el mástil de un barco, donde el investigador es izado y en sus últimos instantes abraza.
Pienso en las casualidades que llevan a que el último momento de un ser humano sea presenciado por una u otras personas. Pienso en que mi hermano y yo estábamos sentados a un palmo uno junto a otro en el lado de la cama hacia donde nuestra madre yace. Hago repaso de todos los familiares, hermanos, primos, amigos, sanitarios, que hay constantemente entrando y saliendo de la habitación, durante días, semanas, meses.
El momento en el cual, después de haber luchado por respirar en una agonía terapéutica, cambia la lucha por tres sonidos suaves de puerto final. Y mi hermano y yo cruzamos la mirada como ya nunca más hemos vuelto a hacer. Él y yo, solos, unidos para siempre con el vínculo más doloroso: el de lo irrecuperable.
Recordaba otra vez anterior, cuando ella nos describía una intervención a la que había tenido que someterse, envuelta en diabólicos gases azules, mientras pensaba: ay Leonor, ay Miguel, yo pensaba durante la prueba: ay Miguel, ay Leonor.
No entendí muy bien qué quería decir mi madre. Por qué pensaba en nosotros, si por temor a que viviéramos una situación similar a la suya, si por querer tenernos cerca, si por temer que de su entorno fuéramos los más vulnerables ¿qué quería transmitir aquél lamento por nosotros dos? sanos, jóvenes y fuertes, o eso al menos parecía.
Ahora, cuando a veces paso delante de un espejo de camino hacia alguna parte, veo con sorpresa reflejados rasgos de mi madre, a quien nunca me parecí, expresiones faciales y el peso que ella tuvo, al que me acerco, volumen y formas de sus músculos y miembros, un tono de voz, de risa, y hasta el dedo índice, que ligeramente, como el suyo, se atrofia. Me acerco a ella.
Pienso que los que se van, de un lugar, de una relación, de la vida, sin duda mantienen atrás muchas cosas, pero lo que también dejan son incógnitas.
Que no desvelan la cesión del alma, esa de la que el doctor Jamie asegura en el momento de la muerte uno traspasa, de la que no tengo mucha certeza, más bien ninguna, menos si lo hago pensando qué difícil debe ser para el alma no ya acogerse en el interior de otro ser cercano, sino escapar hacia ninguna parte, aprisionada por una mascarilla traslúcida de plástico duro, sujeta contra la boca por una goma anudada en la nuca.