El encuentro

Acostumbraba a llegar la primera a la redacción, no por empeño, productividad ni nada por el estilo: una vez levantada temprano para despertar a su hijo, vestirle, darle el desayuno y dejarlo en la guardería, arreglada ella misma con traje de chaqueta, maquillaje, tacón, era absurda la idea de volver a casa a… qué

Las mesas, más o menos ordenadas del día anterior, ofrecían montículos de papeles en diverso equilibrio, y el silencio durmiente de los ordenadores, erectos sobre los escritorios ubicados en grupos por la estancia sin tabicar, la recibían como bálsamo confortable ante lo que sería otro ajetreado día de grabaciones por la ciudad, edición a las máquinas, comida trufada de conversaciones laborales en un restaurante de la zona y organización hasta tarde de la tarea del día posterior.

Esos primeros instantes de soledad y quietud que en el transcurso de la siguiente hora se convertirían en apariciones de los diferentes miembros del equipo, saludos, indicaciones, órdenes y un sin fin de gestión, le resultaban gratificantes.

Con el ánimo calmo de nada ni nadie a la espera entre las paredes de la oficina durante el próximo rato, se desprendía de la bufanda y se descolgaba el bolso del hombro cuando vislumbró a una persona sentada ya ante una de las mesas de trabajo. Su melena corta brillante, el labrado de un pendiente rozando el cuello violeta de la camisa, le indicaron la presencia femenina.

Avanzó, se presentó a la extraña, que a su vez pronunció su nombre y le compartió el cometido en el programa como nueva contratada. Sonrisas de bienvenida y cordialidad. Apenas un merodeo hasta su mesa, abrir los cajones, sacar carpetas, bolígrafos desplegados, cuando decide acercarse a la compañera recién incorporada y proponerle bajar a tomar un café antes de la llegada del resto del equipo.

-No, gracias, declina la mujer con labios pálidos en un rostro limpio de cosmética, tenso de sequedad, que reclama ser nutrido metódicamente, dibujando un rastro untoso con la yema de los dedos: el surco de los ojos, la fina arruga entre las cejas, el nacimiento del pelo, lo que sería más tarde, ocurriría con deleite mutuo meses después, en una piel de un blanco tan compacto que parecía pulida y que esa mañana restaba información a su posible edad.

-¿No?, ¿Por qué no? La jefa tardará en llegar, algo más que los demás. Un cafecito que evite el mortífero brebaje de la máquina del pasillo nos entonará -repite el ofrecimiento con cortesía, una sonrisa más amplia, al que la mujer sentada responde con una indicación gestual hacia sus papeles sobre la mesa: Quiero ponerme al día.

-Bueno, tendrás tiempo. Empezar con un buen café la jornada de locos que imagino sabes nos espera, es fundamental.

En el equipo, diseccionado invisiblemente por un escalpelo de diferencias, rencores, frustraciones y envidias, el calor de una colega era un rico alimento que permitía seguir café adelante.

La nueva vuelve a negar, a resistirse, y sentencia con una mueca casi sonrisa colgada sobre los informes redactados:
-Cuando cobre.

Cuando cobre, dice. Lo pronuncia sin dolo. Sin humillación. Más bien con la alegría de un presagio pronto cumplido. Heroína de temporal. ¿Por qué al escucharla esa idea ocupa su cabeza? Heroína contra viento raquítico de autenticidad y frente a tempestades sociales.

Comprende, avergonzada, en el breve espacio de la pronunciación de esas dos palabras, que se ha olvidado. En un entorno de profesionales bien pagados, ella misma ha perdido la noción de lo que significa tal vivencia, las monedas que regatear a un simple café ante la barra de cualquier local de la ciudad.

Dos palabras revuelven un interior que esa mañana esperaba aposentar sobre la rutina, lo agitan como una sabana al fresco de la ventana tras una noche de tórridos pensamientos, y le hacen inclinarse sobre el hombro de la desconocida, sus papeles ligeramente elevados como explicación.
– Te invito.

Rehusa de nuevo.

Sin café ese día, la recién llegada ya no podrá sustraerse al impulso que unos dedos índice y pulgar, cerrados en círculo, lanzan sobre la esférica conciencia de cristal esa mañana,  comienza a rodar una bola  irisada de color e intriga, veteada en conmiseración y empatía, empujada hasta el diminuto socavón permanente de un yo íntimo, un orificio donde se guarece y palpita el deseo de convertirse en manta, brazo, pared, escudo, un hueco oferente de todo aquello que nos hace sentir para otro… alguien. Entró.

La nueva se agacha hacia el bolso que pende de la silla, de donde extrae un paquetito que abre y ofrece: un puñado de uvas verdes, sueltas entre sí, quizá desprendidas de su rama y lavadas al inicio de la mañana, se apelotonan en el fondo parduzco y arrugado del envoltorio de papel.

Uvas redondas como los ojos de la mujer, colega, nueva compañera, que adoptará luego, sin mucho tardar, la misma textura, brillo satinado, impregnada esta mañana entre la fruta y su mirada.

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