Mi amiga de adolescencia espera en el norte. Su compañero desde entonces, amigo hace ya también, preparará una cena exquisita, con entrantes, pan recién hecho, adecuado vino… llevaremos el postre y su salón comedor se convierte en el del mejor restaurante. Con la música suave de fondo, la conversación y confidencia fluyen hasta la madrugada.
Si se lo pido, organizan una salida al monte, por donde caminamos hasta su cima, en la que tras unas cuantas horas de caminata paramos a descansar y reponer fuerza con algo de fiambre y bebida. Todo el día será un hablar y contar en el ascenso, al que a veces se nos unen conocidos.
La amiga de la carrera también está allí y un dulce al anochecer en alguna cafetería del centro servirá de excusa para encontrarnos y hablar de la profesión, de los hijos y la vida, hasta la despedida.
La amiga de la ciudad en la que vivo me recoge cada día a la salida de casa y andamos ligero dando vuelta al barrio mientras compartimos la jornada. A veces, los viernes suele ser, acabamos en una cervecería donde se van sumando los demás amigos. Charla, risa, lo que hemos hecho durante la semana y los planes para esa próxima excursión a la sierra, algunas ruinas memorables, un museo o un pueblo que queremos visitar.
Cada día me levanto a desayunar con mi hija porque así puedo ver las primeras miradas de sus ojos somnolientos y escuchar en la mesa, ¿qué escucho? Su Silencio, mientras poco a poco se despierta. En esa misma mesa compartimos con el hijo la comida favorita delos dos que preparo el día que viene a casa.
Hay una amiga corazón que se suma los domingos a la lasaña, y con la que acostumbramos dejarnos adormilar con una tonta peli de sobremesa, que abandonamos para un paseo y una charla en cualquier terraza.
Los amigos que somos desde que nos encontramos en la radio repasamos con espíritu crítico el periodismo, mientras solemos despachar el plato de pasta que nos prepara el único varón del grupo, apasionados en los argumentos, lo que sorprende teniendo en cuenta que llevamos analizando profesión desde hace veinticinco años.
Lío a unos compañeros en intentar un programa de TV con el que actuar sobre el entorno social que si sale, será estupendo. Lo es ya, mientras preparamos el proyecto. Lo era ya en su origen, cuando alguien más audaz me propone hacerlo.
Hay un rincón en casa con mi mesa de escribir donde da el sol, junto a la ventana por donde se ve un hermoso parque. Se mecen abajo las copas frondosas y me hacen sentir vivo sobre un mar de árboles.
Escribo cada día, enlazo tramas, perfilo personajes, me ahogo cuando me atasco, dudo y reescribo, emergen las ideas y vence la creatividad, al fin, en cada ocasión.
Siento que voy a poner pocas condiciones a la risa, la alegría, las caricias, las menos condiciones posibles. Se lo digo a Yemanjá, la diosa del mar, y le arrojo al agua una flor malva que he cogido al pasar ante un jardín desbordado sobre la acera.
Voy a cuidar del recipiente que desde hace ya varias décadas me contiene, para que haya en él, por sus arterias, órganos, piel, el fluido más preciado: amor, a mí misma, y a lo de fuera, porque, tal caudal de sentimiento, aprisionado entre mis costillas, para qué lo quiero.
¿Por qué vas allí, mamá? hacía preguntar la despierta curiosidad de una niña a pocos días de mi marcha.
A punto del regreso, cruzándome con personas que sujetan un termo con agua caliente bajo su brazo izquierdo y una cazoleta en la mano de donde emerge la bombilla de la que beben el mate, siento que he venido hasta aquí Uruguay, para descubrir que…
… me encanta mi vida.
Para sentir, en esta Rambla de Montevideo, por donde camino, a doce mil kilómetros de distancia de casa, que soy –y si así lo siento, por qué no habría de ser- una de las personas más felices del planeta.
¿Crees hija, con esta respuesta, que el viaje ha merecido la pena?
Necesitamos recorrer 12.000 km para darnos cuenta de cosas que realmente ya sabemos pero que nos obstinamos en olvidar una y otra vez. Como decía la canción de Moris …»estás en el mundo, y es un loco mundo…»