En autobús. Qué romántico, Leonor, sueña Miguel, mi amigo español.
Decidimos que es el camino más directo y tras pasar por Montevideo, donde nos entrevistan en la radio pública del Sodre, algo similar a Radio 3, y pasear luego por su rambla junto al mar hasta el atardecer, emprendemos viaje.
Una mochila a la espalda y una maleta no muy grande, con ruedas, es mi equipaje. La amante de mi hermano: su guitarra, una bolsa de estilo marinero colgada y otra bolsa de ruedas, el suyo.
Como ya varias personas me han prevenido sobre lo alto que llevan los autobuses el aire acondicionado, he dejado ropa larga dispuesta a mano para protegerme durante el viaje que durará toda la noche.
Cuando salgo de los lavabos vestida con el nuevo atuendo mi hermano se desternilla y dice que parezco la menstruación pasada por lejía. Le veo reír en medio de la estación y me reconozco con aspecto de internada en un hospital de salud mental con malla y camiseta blancas, pegaditas al cuerpo por su elasticidad y por el calor. Quien no sepa del verdadero color del dulce de leche, tan presente aquí, me definiría como un dulce de leche con sandalias. El dulce de leche es color caramelo, sin embargo, tan rico y delicioso que más y más se me pegan las camisetas y mallas a las redondeces… blancas.
¿Qué quieres? He de ponerme lo que llevo con menos costuras y más abrigado, que son estas prendas de algodón con algo de elástico, le digo en su expansión de risa a mi hermano. Y pantalones cortos finos para el día de calor, cortos aventureros para cuando hemos ido al campo, piratas para andar por la ciudad o ir a ver a los amigos, largos para salir a cenar, con blusitas elegantes para verte en tus actuaciones de tablao o fiesta o actuaciones en sitios diferentes; con pinturas de guerra para esas ocasiones, lo que demanda cremas limpiadoras, tónicos y diversas hidratantes a la mañana siguiente; diferentes calzados y los utensilios que mencioné en la entrada de la maleta. En el último momento la cambié por una más chica, que dicen aquí, o sea, más pequeña.
Imagina, hermano, encima tengo ropa de cama pero a la vista, larga, como será esta travesía de viento helado en un bus uruguayo.
Las maletas han de ir abajo. Una etiquetita para el viajero y una pegatina para la maleta que identifique que es tuya. Así comprendemos que nos hemos confundido de autobús y que hemos de recoger nuestro equipaje y depositarlo en el bus correcto cuando lo estacionan en la dársena. Al subir una azafata de viaje te entrega una bandeja envuelta en film transparente. La coges -digo tomas, nunca coger aquí, pues tiene una connotación de encuentro sexual explícito-, y te sientas.
Mi hermano me cede la ventana y mientras él acomoda arriba las mochilas, busco la mesita que normalmente se extrae del asiento delantero para depositar la bandeja con la cena.
Una mesa algo diferente y alargada, forrada de material plástico se atrae hacia ti desde los pies. Pero queda así, rara, sin soporte horizontal ni nada donde dejar la cena. Giro, miro y remiro, cómo irá esta peculiar mesa. Cuando mi hermano repara se ríe de nuevo, ríe y ríe porque confundo la mesa en el artilugio donde poner las piernas y que aquí hace que a la hora de comprar billete te pregunten: ¿cama o semicama? No hay mesa, hay reposa piernas.
Y es cierto, el respaldo se inclina tanto que casi adoptas la horizontalidad de una cama para viajar.
¿Caliente o fresco? Dice el asistente de viaje cuando justo arrancamos.
Me cuesta entender: ¿café o coca-cola? Ayuda mi hermano. Y en unos vasitos de plástico encajados en una bandeja va repartiendo entre los viajeros filas atrás.
Tengo dos pareos para protegerme del frío contra el que me previenen, pero los treinta grados que calculo de media durante el viaje los hace innecesarios, los pareos, mi camiseta larga y mis mallas de leche.
Miro por la ventanilla, los caminos oscuros nada me ofrecen. Nos adormilamos y a mitad de camino el autobús para. Nos piden el pasaporte. Hemos de bajar y hacer pasar en fila nuestro equipaje por el control de aduana. De nuevo arriba, de nuevo en marcha.
¿Caliente o fresco?
Mordisqueamos el contenido de la bandeja, unos sanwichuitos de jamón y queso y dos galletas secas rellenas de dulce espolvoreadas con coco.
Las carreteras que atravesamos tienes badenes altos por los que el autobús asciende y cae con frecuencia con baile de nuestros fluidos corporales y musculaturas prominentes. Cuando quiero volver a dormirme comprendo que la coca cola ha hecho su efecto y he de ir al aseo.
Lo se al final del bus. Está oscuro. No encuentro la luz. No veo el papel higiénico. No encuentro cómo se cierra la puerta desde dentro.
A oscuras, busco la mejor forma que permita una mínima asepsia y en esa postura estoy, tipo gallina a punto de picotear el gusano más preciado descubierto en el suelo cuando alguien intenta entrar desde fuera. Con su empuje la puerta apenas se abre, nada que temer de la dignidad sobre mis intimidades, pero el impulso de abrir termina con la puerta sobre el superior de mi cabeza.
Deja de importar la asepsia, el fluido y por supuesto la luz.
El golpetazo duele que no veas, mi hermano se troncha sin poder evitarlo cuando le cuento, mientras las únicas lucecitas del viaje han sido que has visto las estrellas, pero que ni alumbran ni se acercan a las chiribitas del amor romántico, Miguel, querido amigo.
Amiga, te imagino en el viaje, acurrucada en tu color blanco y dispuesta a vivir un montón de horas llenas de romanticismo; de ese que se siente cuando te bajas del autobús y reflexionas sobre el viaje que acabas de hacer.
Amor romantico y chiribitas, un coctel invencible. Leonor, querida amiga
El romanticismo quedó tan sólo en las páginas de una novela, en los versos de un poema… la vida real quizá no sea tan romántica pero no por ello es menos hermosa.