Es difícil repasar, mientras intento adivinar si lo que me pica en la escasa parte de cuerpo que llevo al descubierto -los ojos y el nacimiento de la nariz-, es un copito de nieve o una gota de lluvia muy fría, si he metido en el neceser de viaje la crema solar.
De cero a treinta grados es todo un cambio de mentalidad. Y de ropas. Atuendo, calzados…
La crema protectora de sol, el fuerte repelente de insectos que aún me queda de mi viaje a Guinea, las deportivas que dejan los dedos al aire, las chanclas de goma para el agua o como zapatillas de casa, los zapatos descubiertos con algo de cuña para salir por la noche, y los cómodos, flexibles y cerrados que llevaré en el viaje…
El gorro inverosímil que buscó mi amiga cuando nos quejábamos de los que dejan la nuca al aire y se te quema, y los de estilo pamela ocupan tanto que no hay quien los guarde. Con el que me ha encontrado parezco una recolectora oriental de arroz, pero es plegable en triángulos, queda como un quesito plano y en la maleta ocupa lo que un cuaderno.
Llevo unos cuadernos comprados para la ocasión dentro del regalo delicado y primoroso que me hicieron mis compañeros de despedida: un estuche de fina piel blanca, con cremallera. Y el portabolis a juego.
Un cojín cuadrado cubierto por una bolsa de algodón con los nombres de las sedes de mi último trabajo. Me facilita dormir cómoda.
Un libro de pastas rojas, escrito en inglés, idioma en el que solo me defiendo, con unas siglas E.C. y el ¿apellido? Masan, fechado en oct 1955 con boli azul en su primera página, que compré en una librería de chariti en mis viajes por Inglaterra, y que elijo porque es ligero y lo leo lento.
Una lamparita diminuta, de pinza, que se sujeta sobre el libro y te permite leer en cualquier sitio, regalo del atento amante, conocedor de mi hábito intempestivo.
Un reloj y unos pendientes cómodos a juego con el anillo.
Fotos pequeñitas de mis hijos, y copia de sus documentos de identificación, nunca se sabe. Un trozo de papel cuadriculado donde mi hija una vez escribió con letra torpe te quiero mamá.
Documentos, tarjetas y algo de dinero.
Pienso, mientras repaso la lista de útiles, objetos, atuendos, que acomodo… si mi mundo, el que de verdad me importa -el amor del hijo, la complicidad de una amiga, la atención del amante, conocimiento, cultura y sentimientos-, no lo llevo simbolizado en cada una de las cosas que voy guardando en la maleta.
Si todo lo auténtico y fundamental de una vida no cabe en la brevedad de una maleta, imaginaria, simbólica… o real como la que sobre un banco de mi habitación, lista para emprender el viaje, espera a ser cerrada.
Querida amiga, que sepas que te leo y que te quiero y que estaré pendiente de tus andanzas.