Se despertó de la siesta y supo por su propio resuello que algo se había trastornado. Notó un cosquilleo rasposo. La lengüecita rosada de la gata lamía en su postilla. Apartó la tierna plasticidad de su cuerpo tibio y observó la piel inflamada en torno al costurón.
Cuando con la pierna flexionada y ligeramente sostenida en el aire quiso prepararse una cafetera que le sirviera para digerir las medicinas, la herida comenzó a palpitar, y no transcurrió demasiado hasta que el punzante latido alcanzó sus sienes y su nuca.
La náusea naciente no menguó con la sustancia del pan migado en el café con leche.
Por la noche tuvo fiebre.
Le molestaban las mantas y se percibió desnuda sobre la cama, las ropas de las que había ido desprendiéndose desparramadas por el suelo, para deleite de Can que se acostó al amor del aroma de su ama.
La tiritera la encontró sin fuerzas para inclinarse en busca del cobertor.
Al sacudirse temblorosa, desorientada de la hora, la cabeza le había crecido en unas dimensiones grotescas, pesada, se incrustaba en lo hondo de la almohada. Le atravesó la columna un dolor absoluto que nacía de su pierna al fuego. Así la sintió, ardiendo en puras llamas. Su cerebro ordenó incorpórate pero sus músculos ignoraron la indicación. Volvió a adentrarse en la espesura de pesadillas encadenadas, caía, caía, o era arrastrada por fuerzas desconocidas a través de un cosmos espectral del que no podía regresar, en el que unos pulpejos o una gelatina, algo caliente, magmático, que resultó ser la lengua urgente de la gata, no lograban depositarla en la realidad.
En algún instante, con la noche sellada en el espejo del armario, angustiada, logró apoyarse en el borde de la cama y busco el interruptor de la lamparilla.
Un chasquido vano, la penumbra persistió.
A tientas, muy despacio, conquistó el baño, con la caricia de la gata en vaivenes de bata de cola en torno a sus tobillos. Vomitó sin alcanzar la taza y se orinó encima. Can hociqueó la pasta ácida, husmeó el charco, metálico en la escasa claridad que se colaba por la puerta ventana de la sala. Quiso apartarlo con un ademán instintivo que, desmedido y violento, le devolvió un delgado lamento de incomprensión. Usó una toalla para tratar de secar las losetas heladas. Se sentó en el váter y se miró la herida. La luz mortecina devolvió un color verdoso en torno a la costura que le nacía en el lado externo de la rodilla y el tobillo recogía algo líquido que no resultó ser vómito.
Le parecía que la extremidad era de otra persona y no suya, porque no podía pertenecerle aquel apéndice repentinamente deforme y abultado, tan tirante que parecía reventarse en cada punto de sutura.
Retuvo una arcada, con pavor.
Aferró y restregó el borde gélido del lavabo. Abrió el grifo para acercar las muñecas, primero una y luego la otra. Se humedeció los labios con los dedos mojados.
Dudó si limpiar la herida con papel higiénico, quizá enjuagarla.
Dudó de estar despierta, de ser ella, Alice, quien se sujetaba a los níveos sanitarios como al filo de una vida que concluye.
Dudó de estar allí.
Dudó dónde era allí y si era real, el espacio, incluso ella misma.
El estómago persistía soldado, tanto que le pareció no contenía la cavidad más que un desnivel desde las costillas. Temió perder el conocimiento y se obligó a sujetarse sobre las plantas de sus pies.
Can había iniciado un vagido desconsolado, gutural. Trotaba hasta el portón de la casa, arañaba los listones de madera con furia. Retornaba junto a Alice, agitado, escapaba hacia la puerta ventana de la sala, hacia la de la habitación, una y otra vez, el aullido creciendo, feroz, hasta reventar contra las cristaleras que solo devolvían negrura.
Si era ella, Alice, la que rastreaba la pared hasta la salida del cuarto de aseo…
La gata la precedía, retrocedía, maullaba.
Era pared, sí, grata de palpar, irregular, fría, y por tanto, real… la pared, la puerta, la pared, la puerta, la cómoda… la blandura de la cama.
Se dejó caer en ella y sin transición flotó en un cosmos espectral, perdida, perdida, perdida…