El día es largo, muy largo hoy.
Pesa, con la luz plomiza y la niebla diluyendo los contornos, de manera que se siente en una pompa de aislamiento. Que no estallará, la burbuja, porque nadie acudirá a reventarla con un delicado toque de yema del índice, derecho o izquierdo.
A través de la ventana de la cocina, niebla. A través de la cristalera hacia el camino, niebla, niebla que espectral envuelve la parte de atrás, donde las gallinas permanecen encerradas en su caseta lamida por la bruma.
Cuando me toma la marea del absurdo, piensa Alice, y se repite, cuando me toma la marea del absurdo, un dolor tremendo. No puedo señalarme con un dedo el lugar de mi cuerpo herido.
Suele ocurrir por las noches, al hacer repaso de la jornada. O de madrugada, cuando despierta estremecida, reconoce los objetos, el habitáculo en el que se encuentra, trata de aposentar el desasosiego que la arranca del sueño.
No puedo acudir al consultorio, se replica, sentarme en una silla al otro lado de la mesa, donde el médico aguarda a que le cuente mi mal y decirle me duele lo social.
Cuando me toma la marea del absurdo siento casi una náusea nacerme de lo hondo. Me levanto, me cubro con la bata, me calzo las zapatillas y voy a prepararme un café en la cocina.
Y mientras espero a que hierva, nada.
Nada a través de la ventana, nadie dentro y nadie fuera.
Es entonces, en esos momentos, donde en lugar de servirme la infusión en una taza desportillada del aparador y sacar la leche de una nevera a la que ya jamás lograré acercarme sin aprehensión, cuando me siento y el sonido de las patas de la silla al chirriar contra el suelo me sobrecoge, el instante en el que desearía transmutarme y aparecer en otro lugar. De inmediato. Como en las películas de ciencia ficción. El logro de desaparecer de una esfera y asomar en otra bien distinta. Sin planificación ni esfuerzo. Tan solo con el deseo de la mente.
Es sábado por la tarde. Una actividad especial reclama la tarde del fin de semana.
Esa languidez en el piso, en el sillón huérfano de progenitor, ausentes su periódico y el pocillo de café sobre la mesita supletoria; la madre sumergida, las pieles muertas en el armario, sin bingo ni cafeterías de bulevares elegantes; en su sepultura el padre, enterrada en una hilera no muy lejana la madre y ella, Alice, sola.
Esa hora borrosa que se refleja en el espejo de la entrada, ordenada para salir, nutrida tras la ducha, vestida de fino, peinada con primor, tarjeta de crédito en la cartera, guardando en el carrito las bolsas reutilizables en pro del planeta sostenible.
¿Sostenible para quién?, se mofa de sus pensamientos.
Tarde de compras. Logra reservar, de su montante semanal, lo imprescindible para acudir, cada tarde de sábado, al centro comercial.
Porque en el edificio, enorme y brillante de luces rivalizando con la claridad natural que aún alcanza sus vidrieras, donde nunca hace frío y a menudo sobra el chaquetón, al empujar un carro rojo rabioso, se siente frente a un cometido. Una tarea para las tardes de ocio. Su desocupación, que es ya general, la obliga a planificar un quehacer de recreo.
La sociabilidad de rodearse de humanos, personas que se cruzan, incluso la rozan, ajenas a ella, pero ahí están. Puede oír sus vocingleras conversaciones, entretenerse en sus indumentarias, curiosear insípidas discusiones sobre una u otra oferta. Ella misma, empujando un carro de pequeñas dimensiones –al fin y al cabo su compra es unipersonal y sus necesidades exiguas–, ante la diversidad de mercaderías, pasillo de lácteos, conservas, arroces y pastas, galletas y dulces, aceites y condimentos, regresa a un entorno conocido, multiplicado, superlativo.
Aspira los aromas que emanan en los diferentes pasajes, se ajusta el pañuelo del cuello ante las cámaras con congelados, lee y relee las etiquetas simulando una curiosidad absoluta en los conservantes.
Repasa los diminutos renglones de sobres y paquetes, eleva la vista hacia la gente, parejas con niños aupados en el carro, ancianos renqueantes, jóvenes bulliciosos aprovisionándose de bebidas y snacks para la noche, snacks, bio, sugarfree… palabras sugerentes para grupos animosos y felices, pletóricos, jóvenes, siempre jóvenes.
Las voces, insertadas en el hilo musical melaza que todo lo emplasta, arrastre de carritos, el ir y venir con palés de los reponedores, las nimias disputas domésticas, el chiquillo aburrido que llora su frustración ante la chuchería negada…
Y alcanzar la caja de pago donde el saludo jamás es negado y, con suerte, la sonrisa y contacto visual –como les enseñaban en su pequeña galería de comestibles, hace lustros–, unas cuantas frases ¿bolsas? ¿tiene usted tarjeta del establecimiento? ¿en efectivo o con tarjeta? puede usted introducir su clave puede usted retirarla aquí tiene su ticket y muchas gracias ¿bolsas? ¿tiene usted tarjeta del establecimiento? ¿en efectivo o con tarjeta? puede usted introducir su clave puede usted retirarla aquí tiene su ticket y muchas gracias ¿bolsas? expresado hasta la infinitud del día, hasta el cierre, que será más tarde.
Mucho más tarde del instante en que Alice revisa el lacio papel con el género y su coste impreso, aunque conoce de sobra que las máquinas no cometen errores, quizá la cajera, quién sabe, y lo repasa mientras empuja el carrito con la mano libre y se regaña mentalmente por esa cifra que le parece enorme asignada al pescado del que se ha encaprichado y que no ha logrado negarse.
Retorna a casa, donde con parsimonia y miramiento coloca su compra, estantes, refrigerador y algo en el congelador, dispuesta a preparar su cena, que tomará ante el televisor, con el ánimo y el espíritu recién enjuagados en la iluminación del centro comercial, la orgía de productos, colores, formas y texturas, una fiesta, un jolgorio, algo reanimados sus sentidos, sobreexcitados como los de la multitud de visitantes, público, clientes, consumidores, usuarios, compradores…
En su inmersión global Alice se siente satisfecha, restañada la herida de su mal, ese sufrimiento ingente que le disuade de acudir al centro de salud y reclamar me duele lo social.
Por las noches, de madrugada… un dolor tremendo, cuando me toma la marea del absurdo, la bruma del absurdo…
y desearía soñar que solo porque él la acaricia se siente bella.