Lo que trae el mar por las mañanas

Tan solo una mesa ocupada me permite intimidad al otro lado del árbol, donde aparco la bici y me siento. Es temprano y la terraza, perfectamente montada, aparece casi vacía.

El joven camarero, diligente, en cuanto escucha el sonido de la silla donde me acomodo aparece y comienza a desplegar el vasito de zumo, el del agua fría, los envases individuales de sal y aceite, el cuenco con tomate triturado.

En la mesa de al lado, también desocupada, deposita un zumo, un plato con una porra y rellena un vaso de leche caliente junto al sobre de descafeinado en su costado.

Miro alrededor preguntándome a quién irá destinado ese servicio.

Un hombre se acerca desde el quiosco de los periódicos y avanza por la acera vecina. Prosigue su camino. Alguien que quizá esté en el interior del local, lavando sus manos. Un joven vestido de negro se dirige hacia una pequeña moto, aparcada en el bordillo.

Con camiseta, vaqueros y chanclas en los pies, el pelo cano algo crecido, cuantiosa barba blanca, un hombre que no he visto aparecer, se le acerca.

Comentan algo que apenas alcanzo a escuchar y me entretengo recorriendo la leyenda de la camiseta, algo deslucida, que el mayor muestra en la parte trasera:

‘Cuando muera no me vengas a llorar. No he muerto. Soy aire de libertad’.

El desconocido poeta de cabello blanco camina con cierta dificultad hacia la papelera y regresa. –“Que le aproveche el desayuno” –me dirige. A lo que respondo con –lo mismo le deseo–, una familiaridad propiciada probablemente por la ausencia de más clientes.

Este será mi vecino comensal, me digo, quien se anime con la porra y el café descafeinado.

Una mujer de proporciones armoniosas se acerca caminando y quiero observar si el hombre que me da la espalda la sigue con la vista. Trato de averiguar si será de su agrado. Sin embargo mantiene la atención en una moto que toma la carretera. Pienso que quizá su edad le aleja de pasiones convencionales.

Saboreo el pan a esa primera hora del día reconfortante y placentera, con mi pequeña bici apoyada en el asiento de al lado por compañera de mesa, cuando mi ojo izquierdo observa al hombre de al lado persignarse antes de iniciar su desayuno.

Me pregunto desde cuando no presencio a nadie encomendar sus alimentos al altísimo de tal manera, y cuando ya el café reclama el primer sorbito, ambos, el vecino y yo, procedemos al placer de fumar. Saca él una cajetilla de tabaco rubio americano, cuando me lanzo a comentar:

–El mejor del día, ¿no cree?

Él se vuelve, se cerciora de que me dirijo a su persona y me refiero al cigarrillo. Entonces me ofrece su flamante cajetilla. Rehúso y le muestro mis avíos de liar, y cuando insiste le aseguro que prefiero mi picadura.

Iniciamos una conversación en la que me asegura ser peregrino.

Peregrino, y relata los diferentes lugares, numerosos y variados, del mundo, que ha recorrido. Soy peregrino, tengo voto de pobreza, castidad… Enumera otras cosas más, que pierdo por su pronunciación, la distancia y su profusa barba.

Voto, promesa hecha a Dios, a la Virgen o a un santo, repaso en el diccionario al llegar ante mi ordenador. Un peregrino que fue también anacoreta, en las frías nieves de Polonia, donde cuando se le pudrieron las chancletas, las tiró –y así anduve, caminando descalzo por la nieve–.

Me veo obligada a apuntar que no soy creyente. Las razones de este compromiso en mostrar mis creencias dan para otra entrada en este blog. O no.

–Tú no crees en él, pero él si cree en ti –me responde, como en un diálogo de película, tan familiar.

Continuamos charlando. Él medio vuelto, con las frases deslizadas entre su barba algo salvaje, confundidas con las de otros comensales que van colmando la terraza y, vocingleros, provocan un diálogo intermitente, cuyo contenido más que escuchar, descifro.

Es canario, como había supuesto por su acento, y a los dos años se quedó sin madre. Orfanatos. Luego un cuerpo militar. Despliega su geografía vital por todos los continentes.

–Soy peregrino –se define con naturalidad, como al señalar soy panadero, conductora de autobús, enfermero, una profesión, tarea, realidad acostumbrada–. Cuando fui desde aquí hasta Polonia, tardé un año, un año en bicicleta. Voy en bicicleta porque un accidente me dejó mal esta pierna y ya no puedo ir andando –señala su tobillo izquierdo, ligeramente más abultado.

Amoroso de sus creencias, le revelo que no las comparto, y apunto a los daños proferidos por miembros de su credo.
–Está el perdón –afirma, tranquilo.
–¿Y la denuncia? –Insisto.
–No están reñidas. Denuncia y perdón.

Curiosa, quiero conocer su vínculo con el barrio.

Me señala una parroquia flamante, construida no hace demasiado:
–Ahí tengo un sitio, en el sótano, solo para mí. Me ducho, ahora en cuanto termine de aquí, voy a asearme.

Ya en pie para abonar nuestras consumiciones, repara en mi pequeña bicicleta.
– ¿Es eléctrica? Nunca había visto una como esta.
Le señalo el motor, escondido e invisible, las marchas, el lugar minúsculo por donde se carga, la manera de plegarla.
Fascinado la repasa con la vista y fantasea.
–Si Dios quiere darme vida, me gustaría tener alguna vez una de estas.
Pregunta precios, mientras un desconocido camino del semáforo se introduce en nuestra conversación y asegura:
–Con eso vas al fin del mundo.

Me decido preguntar a mi interlocutor cuál será su próximo viaje.
–Ah… Si te lo digo –los ojillos soñadores se elevan un punto por encima de mi cabeza–. Holanda.
– ¿A Holanda?
–Un monasterio.
–Largo trayecto para ir en bici…
–Esta vez iré en autobús.

Y cuando ya el camarero se retira, le comparto, a modo de despedida, cómo me llamo.

Responde con varias frases que traigo en el camino a casa, rodando por la acera vacía, rodando las frases, su nombre, y lo que pronuncia con serenidad absoluta.

Asalta la interrogación sobre si habrá algo, algo que yo debiera o pudiera hacer.

–Me llamo Leandro. ¿Ves el parque que hay por allí? –señala un lugar no muy lejano.
– ¿El que queda por donde los edificios rojos?
–No, el que está detrás de la iglesia, ese que está ahí mismo. Ahí duermo yo todas las noches en un banco. Cuando quieras, ahí puedes encontrarme.

Algo. Pedaleo la duda acerca de ese algo que no se me alcanza.

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