La noche de junio que ella llegó

Había concluido la responsabilidad de madre durante aquél curso. Esa y otras arduas OLYMPUS DIGITAL CAMERAtareas, como ayudar a una mujer cuyo maltrecho cuerpo obligaba a hacer la cama de rodillas. Un año más de atención. Asistencia. Quizá una vida entera.

Y tratar de comenzar una nueva novela.

Escribir quince, doce, diecisiete páginas, largas horas de dedicación, para comprobar, al releerlas, que no era eso, que ninguno de aquellos inicios servía. Intentos reiterados, folios y folios me provocaban el más profundo rechazo y la absoluta certeza de que aquello, definitivamente, claramente, no era. No así.
Ninguna fuerza en el arranque del nuevo relato. La aventura de un libro distinto a los anteriores.
Un texto no logra ser estimable si a la autora le confunde, le provoca reparo el tono, siente errado el punto de partida, rebuscada la voz narradora, artificial el ambiente, forzados los diálogos… Efecto de lo no auténtico, rescatable ni creíble.

El término de curso para las madres se convierte en final de año, en lugar del último mes que figura en el calendario, y una promesa, quizá, el inicio del verano.

Alquilé una casa en una isla y me despedí de mis hijos.

Para llegar a la casita tuve que lograr encauzar mi pequeño coche en la rampa de un barco y al atracar, una luminosa mañana, apañarme con unas indicaciones en el teléfono, a través de la isla, lamiendo la vegetación carreteas casi vacías a aquella hora temprana, verdes los derroteros norteños por los que me extravié.
Al atravesar luego un pueblito llano y adentrarme en el camino asfaltado delimitado por paredes de rocas, otras recién encaladas con densidad de pura nata, rozadas por ramitas de árboles y descubrir mi destino, lloré.
Una minúscula construcción con el tejado a dos aguas bajo la sombra de un almendro, acogida por un muro de piedra seca.

Allí estaba: mi hogar durante los próximos meses.

La doble puerta ventana se abría a un espacio que había podido atisbar en fotografías. Una cocina con lavadero, dos fuegos y neverita al fondo, un baño minúsculo a la derecha, un armario de vajilla, una cama, un baúl y una cocina de leña en la margen junto a la puerta.
Dos amplias hojas de madera acristaladas en la parte superior permitían distinguir las higueras al inicio del camino. El cielo azul, con un añil quimérico, nos cubría al almendro, la casita y a mí dentro de ella. Podía oler el mar a un paseo de distancia.

Unos cuantos retales –somos las majestades de las telas, en mi familia, con varios metros de lienzos y colgaduras confeccionamos un hogar, los ancestros bereberes pudieran tener que ver– que llevaba preparados y que situé con ayuda de cordeles, chinchetas y clavos, convirtieron la estancia, desempolvada y lustrada, en algo personal.
El espacio donde cocinar quedó sutilmente aislado y velé con colores suaves el vidrio en la puerta del baño. La amplia cama -recolocada de modo que la cabecera quedara frente a las cristaleras y poder así disfrutar del cielo estrellado de la noche, de su luz anunciadora del nuevo día- quedó distanciada del resto de la estancia por una cobertura de algodón.

El exterior de la casita era un poco de casita también. Al traspasar la puerta, que permanecería sin llave en la cerradura el resto del tiempo, el viejo almendro cubría un espacio junto a su pared lateral, en el que altos hierbajos se topaban con el muro medianero.
Situé, limpié y cubrí con una de mis telas una vieja mesa de madera redonda, olvidada junto a un fregadero adosado al murete y que, oh, fortuna, logré desobstruir y por cuyo grifo comenzó a manar el agua. A la espalda, alejado, el añoso molino coronaba los tejados del pueblo.

Un paraíso propio.

Apartar la tentación culpable de cuestionarse la huida. Aguardar la visita de los otros, a su apetencia. Unas colchonetas, parte del equipaje, podrían desplegarse para acomodar a huéspedes, familiares y amigos que soñaban ya los días que les traería a la isla, avanzado el estío.

Descubrir la masía de aprovisionamiento, dejándose llevar por el camino entre viviendas engalanadas de flores, porches níveos, piedras engarzadas delimitando el camino… hasta la vieja casa de labranza ahora dividida por estanterías que ofrecían comestibles. Y una tabernita a su entrada en la que, después de decidir y elegir la ricas viandas, al único dictado gustos y antojos propios, sin atender a más demanda familiar ni requisitos domésticos, aguardaba. Aquella primera vez y todas las ocasiones sucesivas me decidí por una mesita en el interior del viejo horno, cavidad fresca y olorosa a cal. Un aperitivo. Una ofrenda.

Qué habría hecho para merecer tanto, me preguntaba satisfecha, regalada, con las bolsas de provisiones a los pies, que enseguida colocaría en una mochila a mi espalda.

Y de vuelta a casa, la casita, compuesta por telares coloridos, mis libros, el portátil, los diccionarios, mi ropa veraniega, sandalias, toallas y zapatillas… Un cuento.

Con la luz suave, pasadas las ocho, una cena acompañada por las noticias en el transistor, junto al queso, las verduras, copita de vino, el cielo abrigo y el resto, los demás, al otro lado de mí.
En mí estaba. En paz. Agradecida por la gloria de mi destino, en aquella isla.
Noche larga de junio. Invita al descanso la frescura de las sábanas. La luz natural a través de los ventanales permitirá aún leer sin lamparilla, la que asoma junto a la almohada, reposando en el curvo baúl a modo de cabecero.
Aparto la cortina que provoca habitáculo, cobijo, delimita y ahuyenta recelos, me desvisto despacio, en pie junto a la cama.

Y es entonces cuando ella llega.

Entra.
Aparece y señorea las angosturas de mi mente.
Me estremece.
El exterior, un vacío absoluto.
Nada que no sea ella, que se despliega.
Brota.
Se muestra, comienza a manifestar su presencia. Quiere. Habita y existirá en mí.

El personaje que tira del hilo de la novela, como la poseedora de un ovillo magistral.

¿Por qué entonces? ¿Por qué esa noche, apenas oscurecido?
¿Por qué en aquél lugar y no en cada una de las ocasiones en las que mi hogar cómodo, adecuado, habitual, me acoge, me enfrenta a la luminosa pantalla?
Ignoro las razones.
Sé que por la mañana, tras el desayuno, en mitad de aquella estancia adoptada, renacida, ella tomó mis dedos, que deslizó hacia las cuarenta primeras páginas de una novela que hoy celebro.

La escuché, rastreé sus gestos, sus emociones, atendí a sus motivos, desvelé sus aprensiones, respiré su bravura. La he amado. Me enterneció su sabiduría, la de quien no se engaña, la humanidad de un ser lúcido que alumbró esta historia.

Espero que os podáis sentar con el personaje, su alma y sus anhelos, bajo el almendro, junto al murete de piedra seca, al atardecer, campanas del pueblo anuncian las buenas noches… Que os traslade a respirar, junto a ella, una historia de vida.

Esa vida que no es mía. Nueva novela de Leonor Paqué.
Hazte con ella en latiovisual.prensa@gmail.com

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