Literatura y Derechos Humanos. Relato El Regalo

Nos invitaron a participar en la celebración de los Derechos Humanos. El programa se emite en TVE 2. Puedes ver aquí el programa completo >>.

Relato en torno al Artículo 25 de la Constitución Española: 

El condenado a pena de prisión que estuviere cumpliendo la misma gozará de los derechos fundamentales.

El  regalo

Lleva puesto su mejor traje. Negro, de corte impecable, el exquisito tejido de la falda a un palmo de la rodilla, las mangas enfiladas sobre el delicado bordado de los puños en la camisa crema. Una gasa trazada de hilaturas emerge de la chaqueta abotonada hacia el cuello, bajo la cual siente la seda aún más fina, casi transparente, sobre su piel.

Es un atuendo incongruente. No con ella, sino alojado ante lo que la rodea.img-20181112-wa0004

Las demás mujeres ocupan la fila de bancas que recorre una de las paredes. Hablan entre sí, como habituales, viejas conocidas. Sus vestidos, de flores chillonas, licras moldeadoras, apretados a curvas desbordadas, tensos en sus pantorrillas, así sentadas, parecen una muestra universal cromática.

No la miran. Al menos no lo hacen de frente, mientras ella, con su atavío confeccionado a medida, se mantiene estática en mitad de la estancia. La luz exterior permanece trabada en ventanales cuyos vidrios han sido pintados del mismo color verdoso de las paredes. Los fluorescentes proyectan un aire amarillento, enfermo, sobre los rostros de las madres, hermanas, esposas, hijas, que continúan su charla, en voz queda.

El espacio, rectangular y desprovisto de mobiliario alguno, parece la antesala de un oficio religioso, donde se modula el tono y hasta los gestos. Esos códigos apenas perceptibles entre las mujeres de las bancas, que han trazado una línea divisoria invisible con la desconocida, la extraña del traje y las puntillas, que pareciera ir a presidir una inauguración, un acto formal, una mesa de reuniones, en lugar de estar allí por la misma causa que todas las demás.

A Marta le complacen aquellas ojeadas que adivina, las de las mujeres y las de los funcionarios, quienes las han identificado, les han precedido al atravesar puertas, terroríficas, asfixiantes, a medida que se cierran tras el grupo, miradas vigilantes de quienes las han conducido a aquella sala en penumbra.

Siente satisfacción ante el escrutinio del que es objeto. No por sí misma, su vanidad en semejante lugar, desterrada. Por él. Ha elegido cuidadosamente las prendas con las que hoy  ocupa aquél lugar de espera.

Percibe en las otras mujeres qué pinta aquí esta tía, toda finolis, con esa planta de señoritinga. Las uñas de manicura primorosa; los pendientes, anillos, colgante al cuello, delicadas obras de orfebrería; el maquillaje impecable, apenas perceptible… todo eso que prende el repaso de familiares y profesionales. A lo que añadirán, sin duda, las aposentadas aguardando en la banca, piensa Marta, un que te jodan, que estás aquí, igualito que nosotras.

Y los demás. Qué deducirán los que cumplen con su trabajo las horas estipuladas, cuál será el deambular de sus reflexiones. Una mujer joven, elegante, cuidada, plantada allí, quieta en mitad del recinto cerrado, sobre sus zapatos, no muy altos, con un tacón que eleva la curvatura de las nalgas. Una mujer a la espera. De quien le aguarda.

Qué cojones, menudo ejemplar, qué suerte, el cabrón, ¿de dónde la habrá sacado?, supone Marta que bien se puede desahogar, quizá, mentalmente un empleado, sabiendo que no es una profesional. Las conocen bien, tantos años de trato, esta no es una de billetera. Y si lo es, el pego lo da. Todo esto fantasea, mientras cruza los brazos ante el pecho, en actitud entre desafiante y serena, se recrea en su fábula, para que corran más deprisa los minutos hacia su cita.

Fue en la calle donde se topó con Aurelia. Un encuentro casual, porque desde los años de instituto, se habían perdido la pista. Sentadas ante un café, no tardaron en ponerse al día. Recordaron los tiempos en su pueblo, los descubrimientos que la vida les fue ofreciendo. Su amiga de entonces aún mantenía conexión con ese pasado que Marta dejó atrás cuando se marchó al extranjero. Le había ido bien. Trabajó duró y sacó partido de su destino. Hoy dirige su propia empresa de cosmética. Viaja, conoce gentes diversas y no tiene necesidad de presentar cuentas a nadie más que a sí misma.

El relato de su amiga por una  existencia convencional de noviazgo, matrimonio, descendencia y crianza, la aburrió mortalmente. Comprendió que su expresión la delataba, aquel gesto de conmiseración y a la vez, triunfo. Ella había escapado de tal vulgaridad, la monotonía, la esclavitud de una vida sin horizontes, como se les planteaba en el pueblo a todas las amigas de la pandilla.

Quizá por eso Aurelia necesitó una venganza. Le nombró. Pronunció su nombre. Lo hizo a modo de pregunta:anuncio-22la-constitucic3b3n-22

-¿Y sabes lo de Antonio?

Antonio. Tenía diecisiete hermanos. Marta recordó las facciones de la madre de su amigo de entonces. Una mujer bellísima de ojos verdes, redondita y afable. ¿Cómo se podía aceptar que un hombre te fraguara tal número de hijos? ¿Cómo se vivía en un cuerpo permanentemente preñado? El terror que ya sintiera en su adolescencia la tomó de nuevo. Aquella tarde, ante Aurelia, apartó la mirada de la taza de café, la concentró en el anillo de su dedo índice, que acogía una fracción del cuadro La amigas, de Klint, y respiró lentamente, serenándose. Había escapado a aquella condena.

Vivía en su apartamento de doscientos metros en el centro de la ciudad. Recorría el mundo a su apetencia. Todos los años se dedicaba unas semanas de cuidados y salud en un balneario nórdico. El imparable avance de su empresa le permitía esas y otras libertades. Si quería compañía, sabía cómo obtenerla. Del perfil que antojase. Una naturaleza magnánima había cumplido generosamente en  el equilibrio de sus formas y facciones, que ella había sabido subrayar con lociones, masajes, atenciones diarias a su apariencia.

No, no sabía de Antonio. Habían jugado y reído juntos, le había consolado las muchas ocasiones en las que su padre, para castigar a su prole, usaba una manguera. El muchacho le mostraba el surco de la pierna, amoratado, y ella le pasaba un dedo incrédulo, horrorizado ante las marcas de aquél correctivo, y le depositaba un beso de niña afligida que se hace madre, así, en el cuidado del niño amigo.

No sabía nada de Antonio, ni de todos los demás, los habitantes de aquél villorrio donde se había criado y al que no había vuelto jamás. Cada mes hacía un envío de dinero a su casa, reiteraba a su madre la invitación a visitarla, que ella rehusaba argumentando sus achaques. No fue fácil, pero la madre terminó por aprender a comunicarse a través de la pantalla de un teléfono móvil que le regaló.

Imaginarla con una buena vida en el pueblo, en la distancia, le bastaba. Marta estaba convencida de similar sentimiento recíproco, de que la madre presumía de hija ante sus amigas, de lo bien que le iba a su niña. Ni de novios ni de maridos, yo de eso no sé nada, ni quiero saber, yo no le pregunto, les contaría a las vecinas, en la plaza.

Aquella plaza que hace tantos años Antonio atravesaba, con varios hermanos de los que debía hacerse cargo cuando salía a jugar, siempre más pequeños, que no les dejaban correr a sus anchas. El mismo niño que se empeñaba en ir a la escuela, hasta el día que su padre se presentó en el recreo y se lo llevó a rastras, tirando de él y golpeándole con una vara, sin que la maestra del pueblo, acobardada, pudiera hacer nada por impedírselo. Así podía ocurrir en un tiempo donde sentarse en un aula no era un derecho. Obligado desde crío a trabajar en el campo, aportar y llevar dinero a casa, su amigo Antonio.

Un día le descubrieron cabizbajo, apostado en una esquina de la plaza, con los brazos a la espalda. Al acercarse comprobaron que tenía las dos manos vendadas. Por más que le preguntaron, ningún chico le sacó palabra. Camino del río, a solas con Marta, le contó que había metido las manos en la freidora de casa, llena de aceite hirviendo. Para que su padre no le llevara a trabajar, para que no le quedara más remedio, con las manos destrozadas, que dejarle ir a la escuela.

Y Marta, una Marta adolescente, se quedó petrificada, incapaz de asimilar tanto espanto y fascinación, sin poder evitar recordar el escozor, terrible dolor de cuando se quemó un solo dedo con la estufa. ¿Cómo podía su amigo haberse atrevido a aquello?

¿Cómo pudo luego arrasar en los supermercados y tiendas del pueblo, con cuanto decidía arramblar, para presentar en casa lo que su padre demandaba y exigía, mientras Antonio se empeñaba en aparecer cada mañana sentado en la banca, en la clase?

No, no supo lo de Antonio hasta que se lo contó Aurelia. Ni había reparado en iniciales ni nada que se le pareciese en las noticias de intentos de fuga, como su amiga le apuntaba.

La primera carta iba llena de simplezas, cosas sin importancia, líneas y líneas describiendo a lo que se dedicaba y cómo había dado con él.

Al concluir la jornada en su despacho o cuando regresaba de algún viaje, imaginaba que en el buzón del apartamento estaría esperando una carta de Antonio. Como si se hubiera abierto una puerta al pasado, como un torrente, llegaron a decenas. Puntualmente. Semanalmente.img-20181112-wa0005

Aprendió entonces que la vida dentro depende en gran parte de la trabazón con los de fuera. De la conexión que como un hilo prendía a Antonio, carta tras carta,  a otra realidad, distinta a aquella que le contaba que por la tarde, mientras merendaba, he presenciado como han rajado a uno. Se ha formado un buen charco de sangre. He terminado de comer mi bocadillo de mortadela y luego me he marchado al patio.

La semana que viene Antonio cumple años. Y Marta decidió que era la ocasión para un presente. Su mejor traje. Hidratada con deliciosa loción. Perfumada. Uñas de impecable manicura. Allí, en aquella sala verdosa, le espera.

Cuando les encaminan a una sala adyacente y aparece, entre los otros, percibe el cuerpo ligeramente musculado de Antonio. Es la mejor forma de mantenerse cuerdo aquí, le ha escrito. El deporte me permite respirar, el cerebro se oxigena, te libera de muchas tensiones.

Su cuerpo elástico, su cabello oscuro, recién cortado, su mirada esquiva.

Sonrisa. Sin palabras. La ha cogido de la mano y la ha conducido a una estancia asignada. Pequeña. Paredes pintadas en la misma tonalidad que la sala de espera. Una cama no muy ancha. Una mesilla sin cajonera sobre la que Antonio ha desplegado, desde la bolsa que porta, diversos objetos. Dos latas de refresco. Pañuelos de papel. Una cajita de chocolatinas. Una toalla blanca inmaculada.

No le ha costado desabotonar las perlitas de botón de su muñeca. La respiración controlada cuando, con delicadeza, le ha desprendido la camisa de seda. Y él se ha sacado la camiseta por la cabeza. Marta cree notar su tensión, un nerviosismo que se empeña en refrenar a toda costa, como cuando, con las manos vendadas, camino del río, ella quería acariciarle la frente y él se apartaba, huraño, simulando una hombría a la que aún no alcanzaba.

‑Marta, ¿tú quieres, realmente?

Con un acento que le desconoce, se siente ante un extraño.

­-Ya lo hemos hablado. Es mi regalo.

Los ojos negros masculinos, en los que parece desbordarse el anhelo y el recelo, el deseo de dejarse arrastrar y el temor a que no sea realmente auténtico.

-Marta…

-No. Todo lo que nos teníamos que decir, lo hemos escrito. Ahora, corre el tiempo. Acaríciame.

Lo hace, sin desvestirse del todo. Marta, tendida, lleva su mente al cuerpo moreno, cincelado, la espalda extensa, la cintura estrecha del amante. Aspira su olor, un aroma a humano desconocido. Las uñas, adentrándose en su cabello, brillan como perlas en un joyero impropio.

Dónde ha podido su amigo aprender el cuerpo de mujer. Entró en este lugar, o en otro similar, en cuanto alcanzó la edad adulta. Sus intentos de escapar y su rebeldía suman años a su condena.

Marta aparta la idea y se afana en recorrer el cuello de su amigo, sus hombros, dibujárselos con las yemas, que siente heladas, de los dedos. Cierra los ojos. Al verde, las paredes cercanas, la toalla que Antonio ha extendido sobre la cama. Como si fuese un amor iniciático, como si debieran hacer aflorar ambos su virginidad. Si no fuera porque Marta ha perdido la cuenta de sus amantes, que nunca tuvo intención de llevarla, durante sus viajes, encuentros y relaciones.img-20181112-wa0002

A Marta le gustaría recrearse, que les dominara el deleite y disfrutar ambos. Se obliga al empeño. Para su amigo.

Es su derecho, tiene derecho a un regalo de cumpleaños. Se afana. Siente una imperiosa obligación.

En el hombre no halla eco, su voz no suena, sus movimientos son como un rastreo en el que Marta trata de abandonarse.

Susurra al vacío estás bien Marta. Y ella rehúsa contestar. Quiere verle por dentro, al niño amigo, al joven rebelde, el camino errático. Y su suerte. Quiere sentir al hombre para regalarse. Trata de convertirse en el brote de una flor que al anochecer se expande. Que se abrirá como el botón de una corola a la presión de los dedos. Quiere romperse, estallar, reventar de gozo.

Sin abrir los ojos, el verde, las paredes, las puertas, los cerrojos, se cuelan en su mente.

Y se aleja, imposible, evadido, a escape, el presente que a su amigo, esa mañana, en aquél espacio, quiere ofrecerle.

Un derecho que Marta cree le corresponde.

El regalo que no se envuelve, por más tejido vaporoso que lleve, que no se descubre en el escaparate, que no se puede reclamar, ni disponer, ni zanjar. Ni llevarse, atesorar. Ni robar.

La quiebra, el fragor, la enajenación, el éxtasis, la embriaguez, la voluptuosidad, la ofrenda, ahora ya imposible y vedada, lamenta Marta, mientras percibe el calor de las lágrimas que le queman en un reguero hacia las sienes, de un orgasmo de mujer en el oído.

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