Que nunca te pase a ti. Me lo dijo con ese tono de sentencia inapelable que suele usar cuando pone el dedo en la llaga. Ella es directa. Hace preguntas que yo nunca me atrevería a hacer. Usa palabras tan descarnadas que me producen un estremecimiento. Sobre todo cuando estamos juntos y sus palabras o sus preguntas no van dirigidas a mí. Siento vértigo ante la previsión de una posible reacción brusca de su (nuestro) interlocutor. Y, sorprendentemente, esa persona, contesta. Y con aparente sinceridad. Sin acusar una violencia en las preguntas que a mí me parece intolerable.
Lo que consigue, al final, es que me ponga a pensar qué hubiera contestado yo en esa situación. No me acuerdo de si le contesté algo. Yo estaba ya bajo presión por una pregunta directa suya: ¿Qué ha pasado con tu amante?
Y mientras pensaba que jamás hubiera usado esa palabra y que en realidad habría dado mil vueltas y todo tipo de circunloquios para preguntar por eso mismo (suponiendo que me hubiera atrevido a preguntarlo) hilvané una respuesta bastante adecuada a la realidad: nuestra relación se había acabado porque mi amante (según yo sería mi novia, o mi rollo, o mi aventura) había acabado enamorándose de mí y queriendo una relación de pareja, cosa que yo no podía ofrecerle.
Entonces soltó su frase, casi como si fuera una maldición, y me dejó enfrentado a mí mismo.
Que nunca te pase a tí.
Enfrentado a mi propia posición en relación con las mujeres. Quiero que escribas sobre lo que tú sientes de tus relaciones, me había pedido en muchas ocasiones. Yo me escabullía: Eso no me interesa. Ya me lo sé. Prefiero escribir sobre lo que sentís vosotras porque para eso tengo que investigar y profundizar.
Pero esas frases sonaban a excusa. Y lo eran. Sobre todo, eran mentira. No me lo sé. No soy capaz de escribir sobre lo que siento. O quizá no tengo valor de escribir sobre lo que siento.
¿Hay algo más que un primario deseo de conquista?