El tren que nos lleva

En el andén de enfrente una hilera de personas arrebujadas en prendas de abrigo de diferentes colores, con predominio de pardos, grises y negros, me hace desear fotografiarles.

Apenas percibo el tren que llega, ni a los que subimos como autómatas, con mucha prisa, tengamos necesidad de correr o no, llegar raudos al destino, accedemos como si fuésemos a empujar las toneladas de metal de los vagones con nuestro anhelo.
Atravesamos la puerta que nos succiona hacia el calor.

Echamos una visual y por un sistema de elección inescrutable, optamos cada viajero por un asiento libre. En cuatro enfrentados, tomo uno de pasillo, ocupado otro por una señora. Aparta presurosa la bolsa acomodada en el asiento de ventanilla y me lo cede con un ademán. Sin duda le parece el espacio predilecto.
No se preocupe, no hace falta.
Insiste en el esfuerzo de sujetar la bolsa en su rodillas, prender la cachaba que le descubro, subirse el mantón al cuello. Acepto y me sitúo donde me indica.

La tarde cae con un sol naranja llama tibia sobre los pisos más altos de los bloques de la ciudad, al otro lado del cristal.
-Hace frío -murmura la mujer. -¿Quiere un caramelo? Ofrece. La miro. Denso pelo corto blanco, arrugas de trazo claro en el rostro tostado, ropa oscura, mantón pardo.
-No gracias.
-Voy a ver si los encuentro-. Busca y rebusca en el fondo sonoro plástico y extrae un paquete de dorados y granates brillantes, con satisfacción. Los muestra en un nuevo gesto oferente.
-Me acabo de lavar los dientes -declino, menos convencida ante los atractivos envoltorios.
-Hace frío, si. Este fin de semana me dijeron que no fuera a mi tierra. Va a nevar.
Le digo que me encanta el lugar donde nació.
Desenvuelve el caramelo con manos firmes, lo introduce en la boca algo cóncava, chupa con fruición, acomoda el mantón hasta la barbilla y reposa la sien en el balanceo del tren.
En unos segundos cabecea, mientras las estaciones, paradas y subidas de viajeros se suceden. Despierta.
-A dónde va usted? -pregunta. Anuncia contenta que ella se baja también en el mismo sitio. Que si vivo en nuestro destino, que si no prefiero sentarme en dirección a la marcha -Yo ahí donde va usted, me mareo-.

Lleva viviendo quince años en el lugar al que nos dirigimos.
-Quince años en la residencia. Pero voy todos los días al centro.
-¿Todos los días? -despierta mi curiosidad.
-El médico dice que tengo que andar -señala la garrota apoyada en su izquierda-. Cada mañana me levanto, desayuno, cojo el tren y al centro. Como allí todos los días.
-¿Con su familia? ¿Cada día en el mismo sitio?
-No, con mis amigas. Nos vamos al Pardo, al Pilar, a Bravo Murillo. Cada día en un sitio.
Suena un móvil. Extrae el aparato de uno de sus bolsillos. Responde con ligera indignación, sin alzar la voz: -Sofía, que voy en el tren. No te escucho. No me llames al tren ya te tengo dicho, que no te oigo. Todavía no he llegado, cuando llegue te llamo yo.
Cuelga.
-No sé para qué me llama si sabe que voy en el tren, -murmura, mirando el paisaje. -Es una de mis amigas-, me informa.
-Así que va usted todos los días a comer al centro…
-Si -retoma la conversación-, desde que vivo en la residencia.
-Va y vuelve cada día…
-Menos los jueves y los domingos. Los jueves y los domingos me quedo a dormir en casa de mis amigas, como anoche. Tengo familia, si, cuatro hijas. Dos en el Pilar y dos en Embajadores. Como no vienen a verme… No vienen. Hago mi vida. Ni les pido ni me piden.
-Pero sale usted, es bueno ¿no? Una buena vida…
-No se crea. Ya estoy cansada. Yo lo que quiero es irme ya con mi marido -aprieta los labios en un gesto que no llega a sonrisa-, es mala la soledad.

-Y usted ¿tiene marido? ¿a qué barrio va usted? ¿se vuelve esta noche? ¿tiene ya nietos? -quiere saber la mujer, con toda su curiosidad intacta.
La megafonía anuncia nuestra estación. Se incorpora. Sujeta bolsa, mantón y cachaba. Ruega a un joven de la puerta espacio para asirse con la mano izquierda a la barra lateral.
El anden prefabricado no muy estable acoge su zapato izquierdo negro algo desbocado primero, luego al bastón y luego el derecho. Entre la riada de gente, camina firme en dirección al túnel de salida.

Voy detrás, observo su ascenso en la empinada escalera, trato de percibir qué siente, trasladar la dificultad de mis caderas, tobillos, rodillas -mínima- a los treinta y seis años que me separan de ella.

La veo avanzar con su bolsa rosa, incongruente en ciertas falsas costumbres atribuidas a la edad, rosa chicle para una rebeldía de la que seguro ni siquiera es consciente, su leve cojera adelante entre una multitud para quien no es nadie, apenas perciben una anciana, una abuela, una octogenaria más… hasta que salen a una plaza donde cómo hormigas con tareas asignadas los viajeros se desperdigan.

Sigo a la mujer con la mirada, destino final habitación de residencia, lamentando no haberme atrevido a saber más de su vida, sus hijas, sus noches de soledad, el abono que seguro guarda con celo para sus trayectos, el fondo disponible para menú diario, ¿cómo se llamará?

Quién es, qué soñó, qué ha vivido, cómo ha llegado a esta plaza de una ciudad en el cinturón de la capital… Y mientras paso el torno de salida la veo perderse en una esquina, ágil y rauda, apoyada en su cachaba, la bolsa de tela como colorido señuelo colgada de la muñeca izquierda.

Sé que siento envidia.

Admiración y anhelo de poseer lo que la viajera de cercanías. La fortaleza, ilusión, ganas, de seguir callejeando, sin marido, compañero, hogar propio, todos los recuerdos en un solo armario, los hijos en sus casas y urgencias… La mujer infatigable en busca de sus iguales, a diario, la compañía. Los escaparates, los bollos, la charla, la risa, la indignación compartida, el cuarto de invitados en casa de las amigas, la muda limpia en una bolsa de tela rosa fresa, a punto de los noventa.

Pienso en quienes me rodean, tantos que con edad similar a la mía, creen tener Cary y yo Rtodas las batallas perdidas, envueltos en la sensación de un fútil amor más.

He tenido ganas de exclamar: ¡mentira!

Señoras, amigas mías, ¡no es verdad!

¡Mientras haya una cachaba, un ser querido, un cómplice, un tren que nos lleva!

 

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