La puerta en lo hondo

La nieve prendida en oquedades de las rocas fijaban la atención de mis ojos. Parecía Paraiso3escarchada a aquella hora de la mañana, sobre las piedras del terreno abrupto junto al que habíamos aparcado. Sentía placer al observar la nieve y las aristas pétreas asomar entre ella, gusto al asegurarme dónde poner los pies, algo estable en la conmoción que vivíamos.

En mis pisadas quería centrar todo mi interés, o el máximo posible, aunque no podía, porque continuaba su avance vehemente, casi marcial. Sin dejar de escuchar, oírle decir todas aquellas cosas que tanto me inquietaban. Seguirla, desde que la conocí, y no pude dejar su huella.

A fuerza de hacerlo, acceder a lo que dijera, por amor, creía que lo aceptaría siempre. Y el día del no, cuando llegara, y siempre habría un no al acecho en toda relación, la sorpresa sería mayúscula. Y cuanto más cómplice la relación, más letal el no.

Aún no había llegado el tiempo del no, esa mañana era la afirmación sin fisuras. La seguía, sí, desde que me dejó limarle las uñas por debajo de la mesa de trabajo. Nos hacía gracia, aguantábamos la risa, el jefe merodeando por detrás, a nuestras espaldas, y nosotras con nuestro inofensivo cometido, delicioso por prohibido.

Creo que me enamoró desde entonces, al detenerme en sus cutículas en el inicio de las uñas rosadas que me tendía. No lo sabría, porque me acostaba con hombres y entonces ¿cómo podía enamorarme de una mujer, empezando por sus uñas?
Fálicas educadas, fálicas por educación, necesidad aprendida, bromeábamos aquellas noches que, tras salir del trabajo, nos íbamos de fiesta, organizada por algún compañero. Bebíamos y bailábamos hasta el amanecer. Mi capacidad de resistencia era menor, el estómago cerrado a la tercera copa, así que cuando ella subía las escaleras casi a gatas, de vuelta a su casa, me tocaba cerrar su inseguro ascenso un par de peldaños por detrás, con mi cabeza y equilibrio más enteros.
Tan poco obnubilada por los efectos etílicos como para acechar, ya acostada en bragas en el sofá, sus movimientos en el cuarto de al lado, con la pregunta que me aceleraba el pulso sobre qué pasaría si ella apareciese.

La seguía mentalmente desvistiéndose a trompicones entre la cama y el armario empotrado, su cuerpo escurrido de tetas pequeñas y caderas de arista que acogían el pubis diminuto que le veía cuando nos arreglábamos para salir. Los miembros pesados y torpes hasta hacerlos descansar en los pies de la cama, largos como los dedos que sostenía al prenderlos para el pulido clandestino en la oficina.
Como ahora, que me precedía mientras la escuchaba repetir -no lo comprendes, no lo comprendes-, con unas amplias zancadas que trataba de alcanzar.

El desastre ya era absoluto, todo aquello que había temido sin advertirle, lo presentido, estaba hoy aquí.

A él nunca le vi. Su figura asaltaba nada más abrir la puerta de la casa, en una enorme fotografía del estudio en que había convertido el recibidor. Con gafas de concha, tendido bajo un árbol, leyendo un libro, me recordaba a Camus.

Me había enamorado de ella, además de su locura, su risa, lo que creía su libertad, ese salón donde dormía las noches, o más bien las madrugadas, cuando se hacía demasiado tarde para volver a mi apartamento en un barrio de las afueras.
La primera vez que me adentré en su casa, tan amplia como vacía de muebles, con un salón de doble balconada a un patio con historia, al que se abrían los huecos que un día fueron ventanas de un monasterio hoy abandonado, con el que compartía los árboles que crecían salvajes y sin poda alguna, me perdí.

La chimenea con labrados de mármol, que no encendía por no saber dónde comprar leña en la ciudad, me emocionó.
La tarde que la acompañé a por troncos cortados a un barrio mucho más lejano que el mío, nos unió profundamente. Reímos y nos sentimos de auténtica expedición en busca de un tesoro mineral que nos depararía grandes momentos de complicidad, tendidas ante las llamas.
No encontramos al proveedor de leña y nunca encendimos la chimenea. Como tantas otras cosas que no hicimos. La chimenea que nacía a ras de la maciza tarima del suelo, los dos balcones hacia el follaje móvil de los árboles del patio, su camiseta de tirantes con la que dormía en el cuarto de al lado. Imágenes mezcladas que me asaltaban al despertar. El oficio de comprender lo que hay en lo hondo.

Esas mismas estancias, cuartos de baño, cocina y office, que se habían llegado a convertir en parte del problema.
-No lo entiendes -decía una y otra vez-, no lo entiendes.
No, no lo entendía, ni esa mañana que el sol nos daba en la espalda sin calentarnos por el monte urbano, ni las veces que la acompañaba por las tiendas de la manzana más exclusiva de la ciudad.
Cuando elegía la chaqueta de piel, con una mirada más allá de las prendas expuestas, la vista en la habitación donde, tras un largo viaje, lo encontraría. La pasta de dientes de la farmacia, la colonia cara, los zapatos más suaves… todo lo que le llevaba en cada viaje.

Me costaba comprenderlo, su amor, su enamoramiento del Camus en blanco y negro, nada banal, aunque algunas noches fuese otro quien la siguiera escaleras arriba en el lugar que a veces ascendía yo. Un desconocido traído de cualquier fiesta o discoteca, la barra de un bar. Esos de los que ella misma se atemorizaba después, cuando me transmitía su pasmo por haber subido a casa a quién sabía qué clase de tipo, las defensas más inermes con el embotamiento de alcohol.
Quizá por eso me resultó difícil hacerme a la idea de su desmesurado embeleso por aquél al que proveía de los artículos más exquisitos en cada viaje.

Costaba aceptarlo, al menos sin preguntas. Trataba de no formularlas en voz alta, sin pedir explicaciones, que ella iba dando a medida que mi mirada recorría la amplia cocina sin mesa ni sillas, el salón vacío excepto del sofá que yo solía ocupar, las habitaciones sin muebles, a excepción de la cama y mesilla de su cuarto. La razón de la casa, en aquél lugar, compartiendo patio ajardinado con edificios de paredes nobles, en el carísimo centro de la ciudad.

Todo por su abuela, por más que sus padres se empeñaran en hacerlo caer en el olvido. La mujer que hacía décadas, cada tarde llevaba su carrito cargado de chucherías a la puerta de un cine. -Así empezó todo-, -me contaba, mientras preparaba la pasta que comeríamos en bandejas sentadas en el sofá-, con las golosinas de mi abuela, que vendía hasta la madrugada.
Así consiguió una tiendecita en el primer centro comercial de su ciudad. El beneficio de las pipas y chupachuses era inmenso. Compraba grandes cantidades a bajo precio, y almacenaba por las habitaciones de la casa donde daba de comer al marido y a los tres hijos. Luego los iba despachando mes a mes y ahorrando del ventajoso margen. La tienda fue tan bien que pronto abrió otra, donde además se podía comprar la prensa.
En cada gran superficie su abuela abrió un local y comenzó con el sírvase usted mismo, en bolsitas que pesaba con un beneficio aún mayor y poco personal. El negocio fue tan próspero que todos sus hijos y las familias que formaron, vivían de él.
La abuela ya había muerto. A ella le había tocado este piso -concluía a la vez que la pasta del plato rebañado-, y un estupendo coche que apareció una mañana en la puerta de casa, sin decidir modelo, tamaño o color, y que su padre le informó por teléfono le habían comprado con parte de la herencia.

Pero se negaron a darle dinero, cuando se enteraron que quería compartir las escrituras de la casa con el mismo a quien vestía y cubría de regalos. Hasta la mejor pasta de dientes de farmacia.
Fue cuando se vio obligada a buscar un trabajo cualquiera, en el que nos encontramos, haciendo, además de atención telefónica, nuestra manicura a escondidas.
El sueldo que ganábamos no estaba mal, un trabajo repetitivo, nada creativo, con turnos aberrantes que nos permitían incrementar salario.

-No sabes lo que significa para mí. No lo sabes -lanzó al paisaje escarchado sin mirarme, elevando la cabeza hacia unas nubes blancas quietas. La brisa helada me hizo ser consciente de que me dolía la nariz.
No la veía, mientras lloraba, oculto el rostro en la melena, al inclinar la cabeza.

Y sin embargo, no le preguntaba nada. Cuando me rogó que la acompañase a empeñar todos sus adornos de oro: los pendientes, anillos, pulseras y hasta la medalla que le regalaron en su primera comunión. No le preguntaba. Para qué.
Solo la seguía, con la angustia del descenso a su infierno y la vergüenza del que se ofrece a la usura vana.

Ni cuando al regreso de uno de sus viajes, mientras arreglábamos una bombilla del baño que llevaba meses sin lucir, me contó que él le había pedido su tarjeta de crédito y había pagado las consumiciones de todos los amigos, cuñados, primos, con los que esa noche festejaba. Se había enfadado, si, y le había insistido en que era la última vez que se la daba.
Y aún así:
-No lo comprendes-, repetía esa mañana.
-Te chulea -me escuché pronunciar tras la confesión de la tarjeta. Lo dije sin pensar, pudo más la lengua que el freno mental.
Cuánto dolor en su mirada y qué vehemente su negativa.
Era yo quien la hería, con aquellas dos palabras.

En el último mes me había rogado que lo localizara, que preguntara por él.
Desde la amenaza con la prohibición de usar su tarjeta, no había contestado a sus llamadas.
Había emprendido un viaje nocturno a la desesperada, arriesgado, de aldea en aldea, tras la frontera, en su busca. Sola, en taxis desvencijados y conductores amenazantes que le impidieron cerrar los ojos en los accidentados trayectos. Pero no lo había encontrado.

El día del no, que asalta demoledor cuando llega, y siempre habrá un no al acecho en toda relación, le proyectaba ahora los ojos densos de fiebre y de sorpresa.
-Llama tú. Búscale-, había insistido.

Me respondieron que estaba trabajando, estaba bien, en un nuevo trabajo.

-Quizá haya otra persona -me atreví a decirle a la escarcha, sobre el espino negro y las rocas pardas de esa mañana helada.
-No, no. No digas eso. No puede ser-. Vi el vaho expelido con cada palabra entrecortada ascendiendo de su boca.

En el trabajo nos habían enviado a otro centro a reforzar un servicio. Por el camino desvió el coche hacia el paisaje solitario donde estábamos. Debíamos volver.

-No puede haber otra, no puede haber nadie más. No puede dejarme. ¿No comprendes lo que significa para mí?
Me acerqué a ella. Se alejó con rabia.

-Cuando voy a verle, y preparo el viaje, y lo emprendo… todo ese tiempo, los momentos que sé compartiremos… en otro mundo.

Tan distinto a esto -ha girado el cuerpo hacia la ciudad, los edificios borrosos a lo lejos a nuestra espalda-, a los horarios, el despertador hacia una jornada vacía, igual, sin expectativa, la falsedad de la gente, la codicia de mi familia, los tipos fatuos que no me interesan nada que aquí encuentro, los mendigos en la puerta de los bancos, toda esta mentira y falsedad del primer mundo… cuando creo que me asfixiaré y moriré de inutilidad, de absurdo… voy allí.

Otra luz me espera. Cada día parece recién hecho, los campos son de verdad, hay vida, con los niños en los caminos, que me sonríen, felices, por las golosinas que les llevo, mientras me acerco a su encuentro. Ningún problema importa ante la alegría de volver a estar juntos. Soy grande, me sienten poderosa, rica, fuerte, luminosa como su sol, su cielo, soy un rey mago.

-¿No lo comprendes? -, repite, tras unos segundos en que alguna máquina trabajando a lo lejos ha ocupado el silencio.
-¿No comprendes lo que allí soy: un regalo, siempre?
Se vuelve hacia mi. Me mira a los ojos. Se seca una lágrima que le llega a la nariz con un par de dedos de uñas rosadas.

-¿No entiendes que no puedo perderlo? ¿No puedes entender que es para mí el paraíso?

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