Un callejón oscuro de un polígono en el que hemos dejado el coche.
¿Nos hemos confundido?
La figura de un hombre corpulento se acerca por la acera, se mete en la callejuela y desciende hasta una puerta a la que llama.
Un instante de luz del interior corta la hora nocturna. Es allí.
Un par de coches aparcados entre las columnas de los bajos, el blanco neón de los aseos al fondo, un haz naranja tibio que da acceso definitivo al local. Entramos, dejamos cinco euros ante la mesa y pedimos una cerveza.
Al girar, sujetos a la lata, un escenario con instrumentos calientes de las pruebas de sonido. Esperan sorprendentemente quietos a los grupos que los harán vibrar.
Arrancan las guitarras eléctricas en manos de un chico y una chica. Ella toca hacia su compañero, luego, con el paso del concierto, casi da la espalda al auditorio. Los acordes rockeros contrastan con el ligero balanceo sobre una y otra de sus largas piernas, la expresión facial de una niña relajada, atenta a una visión interior fascinante, parece. Alguna vez eleva la mirada del avance de sus dedos por el mástil de la guitarra hacia su compañero. Lo único que desvela el esfuerzo continuado de tocar es la respiración agitada que hace oscilar un mechón sobre su cara.
Los asistentes, en pie, se mueven al son de la música. Su presencia, atenta, es más ferviente y contemplativa que las que aprecio en un auditorio con música clásica.
Son lectores respetuosos de los acordes, de los sonidos encrespados ante los que, al entrar, nos han señalado un bote de cristal donde se amontonan provisiones de algodón protectores de tímpanos, por si los queremos usar.
Ya los Cataplausia ocupan el escenario.
Más allá de su habilidad con guitarra eléctrica, bajo o batería, que te hace pensar en sus horas de estudio y dedicación, clásica, solfeo, improvisación -si, acabas de saber que la improvisación también es aprendible, y que algunos de los miembros de la banda han tomado clases de esa disciplina: improvisar-, lo que se extiende es una corriente compacta por la sala.
Josep Martí, Pasto, el líder de la banda, es una representación escueta, contenida, nervuda, del rock, contención de la que pronto se libera para dar más.
El que parece un eterno adolescente fibroso embutido en vaqueros y camisa desprendida de la cintura, se une al instrumento como a otro miembro añadido de su cuerpo: piernas, brazos, bajo eléctrico, plantas del pie con los que danza en un ritmo misterioso solo por él percibido, aupado en las composiciones de Metacrit, su último disco.
Confluyen con él, respiran a dúo, luego a tres, en ese hilo de acordes que le une al batería y al guitarrista que le flanquean. Dejarse llevar por los solos de unos dedos virtuosos frenéticos sobre las cuerdas: planean, se alzan, aplastan, se despegan, vuelan, arrasan… es inevitable.
Las canciones de Cataplausia, grupo de rock catalán, no tienen incumbencia con el idioma en que son expresadas. Lo que lanzan gargantas y manos y dedos y contorsiones son gritos de angustia, de duda, de éxtasis, en definitiva, de vida.
Yo me siento viva, en la noche madrileña, que me hace preguntarme cuántos locales palpitan esta noche en la ciudad, con música que se ofrece como deliciosas porciones de tiempo aquilatado para la experimentación, viva entre un grupo de jóvenes y menos jóvenes, eruditos del rock, que aplauden, vociferan y valoran el hecho musical que allí ocurre.
Entre las paredes insonorizadas trasciende del escenario la pasión de los músicos, la corriente que les une, el sentimiento de exponer lo que el ser humano, con la música es: un animal inquieto.
Gracias, Cataplausia, por la naturaleza de vuestro rock, traído por kilómetros de carretera en una jornada que os pone sobre un escenario de una sala de conciertos en un callejón de un polígono de Madrid. Y a las salas que existen, persisten y subsisten para hacer de las noches un aquelarre de innovación, frescura, riqueza… esencia de vida.
Leonor… ostia que siiiiiiiiiii! de tu mano al corazón pasando por Cataplausia… ahora mismo me tomo una birra y pongo el tocata a mil decibelios…¡gracias!