Ha llovido.
Todos los escritores, dicen, escriben para una persona.
Con el dedo en el teclado, la pradera se desvaneció en un gesto herido, mecánico, hostil: árboles, hierba, tronco alisado donde reposar del peso de vivir, ser… vista sobre el abandono en un mundo tan complicado, se fue.
Con el índice de la mano derecha, una y otra vez, presionado, desaparece el cielo siempre tibio que promete lluvia, -no importa, tengo capa, y botas, haré una cobija protectora-.
Se ha desdibujado la ciudad a lo lejos, borrosos los caminos que solo yo conozco, el sonido de los pájaros e insectos, la mullida hierba, la fronda de hojas móviles que me techan, la respiración aquietada… Todo se fue borrando dedo a dedo en el hecho repetido, presión del teclado negro, hondo en caída libre, como un profundo engullir de pozo en el silencio del cuarto.
Emerger de la pantalla del ordenador, tan luminosa que hiere en su blancura de nada, volver a plantar, sembrar un tilo o cualquiera que sea el árbol en lo alto de la colina sobre una maravillosa pradera de esperanza.
Eso es la escritora en la mañana de un lunes de otoño.
Trabajadora del mantillo que le proporcione nuevo esfuerzo, sudor de acciones, confiar en que crecerá de nuevo un lugar, a base de palabras, donde reposar la espalda.
Tierra mojada, fértil, que aguarda… es la vida.