Dos mujeres sobre el linóleo

Está tendida en medio del pasillo, boca abajo. No hay signos de violencia ni ningún objeto fuera de su sitio. En mitad del largo pasillo entre la cocina y el salón, por donde entra la luz velada con las cortinas que mantiene libros y plantas y muebles en una quietud de pintura en un cuadro. Todo está como lo encuentra cuando va a casa de su amiga y tan placenteramente, se sienta en el sofá y comparten confidencias.

Cada cosa permanece en su lugar, solo que sin el movimiento y la agitación que su amiga Ramona pone en traer vasos, el hielo, una bandeja de frutos secos o patatas fritas que se caen del plato y se inclina a recoger. Recorre en su ir y venir a la cocina la cobertura plástica sobre la vieja tarima, que encontró cuando alquiló la casa, algo deslustrada y fría, que persiste en mantener porque se limpia fácil.
Ahora permanece tendida y quieta sobre el hule con los arabescos desdibujados por las pisadas en el centro, y ambas texturas, la del suelo y la de su piel, parecen igual de inertes.
Cómo ha llegado su amiga Ramona allí, qué le ha podido ocurrir, por qué no se mueve, la han agredido o ha caído en un accidente de órganos que dejan súbitamente de funcionar. Los de Irene se aceleran, muerta de angustia, cuando ve con claridad el cuerpo de su amiga más querida extendido en mitad del pasillo marrón plástico, a la altura de la puerta de la calle, con un cerradura desvencijada que cualquier ladrón ha podido hacer saltar.
La ve y quiere correr hacia ella, darle la vuelta, acomodar su nuca sobre una mano, palmearle la cara, llamarla, hacerla revivir. Todo eso antes de correr al teléfono pidiendo ayuda acongojada con montones de preguntas, urgente, auxilio, auxilio, si entre el espacio que el cuerpo de su amiga ocupa en el linóleo y ella, que parece verlo desde el salón, al inicio de ese suelo acartonado, no hubiera en realidad una inmensa distancia.
¿Qué le ha pasado a Ramona? La pregunta está a punto de ahogarla de angustia cuando desde el hotel marca una y otra vez el número del teléfono que sabe situado en la mesilla de la entrada en casa de su amiga, y no obtiene respuesta. Los timbrazos se suceden en el silencio de la casa algo destartalada que alquiló por estar en una calle céntrica, con varias paradas de autobuses frente al portal. Ahora el piso, los muebles, las puertas entornadas hacia las habitaciones, los libros, los pósters con mensajes solidarios, las macetas de interior, es todo silencio y espesura, penumbra estática, y en su mente puede ver a su amiga quieta, como si estuviera acostada, sobre el suelo de linóleo.

Habían planeado el viaje muchas semanas. Era difícil porque Ramona vivía pendiente de un hermano depresivo y muy exigente, al que iba a atender dos tardes a la semana, los sábados y los domingos desde primera hora, para hacer con él la compra, preparar la comida del día y tarros, cazuelas y envases con guisos que dejaba en la nevera para los días que no se acercaba desde su barrio.
El hermano de Ramona era un chico guapo, o lo fue alguna vez, de ojos claros que devolvían una mirada serena a la cámara en las fotografías del cuarto de estar. Ramona se había ido pronto de casa, a recorrer el mundo haciendo pulseras y abalorios de artesanía para mantenerse, ella misma la melena peinada con trencitas de colores como muestrario de los adornos. Hasta que la llamaron, cuando pasó lo que pasó con su hermano, y regresó.

Irene atendía en casa a su hijo, que había nacido con dificultades motrices y la habían apartado del mostrador de la panadería en la que trabajaba hasta que el niño nació. Entonces con ellos también vivía el padre, pero discutieron tanto y tantas veces por el modo en que había que educar al pequeño, uno convencido de la eficacia de ponerle los tazones y el cacao en la estantería más alta del armario al crío, la madre que no soportaba ver al niño hacer cabriolas con sus debilitadas piernas y atrofiados brazos para alcanzarlos, que no pudo resistir mucho tiempo: acabó poniendo tazón y cuchara y servilleta, el azúcar y la leche caliente en una bandeja para su hijo y pidiendo al padre que se marchara.
Ahora que llevaba un tiempo trabajando en una pastelería, con el niño crecido y la ayuda de la escuela y las otras madres que llevaban también a sus hijos, había podido por fin planear el viaje. Durante semanas Ramona e Irene habían mantenido conversaciones de qué iban a visitar y lo que harían.
Se habían conocido en la escuela, cuando Ramona, que trabajaba para una ONG, había acudido para impartir un taller. A Irene le pareció una mujer tan preparada y segura de sí misma que la buscó tras la mesa redonda donde se relataban las dificultades de educar a niños diferentes.

Se habían hecho amigas desde el principio con tanta fluidez y naturalidad que Ramona pronto le contó de su hermano y por qué trabajaba en la ciudad en lugar de irse a otro país con la población hambrienta, que era su vocación. Estaba de camino entre un país y otro cuando la llamaron: habían violado a su hermano adolescente. Ya en casa pudo saber por su madre ahogando gemidos en un trapo estrujado que se llevaba a los ojos y a la boca, entre las furiosas amenazas que el padre lanzaba contra las paredes, cómo su hermano y un amigo, ambos de quince años, habían ido a jugar a las tapias del cementerio. Y allí había pasado todo.

Ramona buscó al amigo de su hermano, a quien no había podido sacar una palabra, hundido en un sillón y con los ojos amoratados y señales de violencia en la cara. Sus padres no habían ido a denunciar, por la vergüenza. Y por vergüenza debió ser que cuando la noche de la agresión aparecieron en casa y el amigo contó lo que había pasado, el padre se lió a darle cintazos y patadas y tortazos y más patadas al aterrorizado hijo, sin que la madre ni el amigo consiguieran apartarle en su furia dirigida contra el chaval. De modo que las marcas y moratones se debían a una paliza de su propio padre.
Ramona ya no fue a ningún sitio, se quedó cuidando del hermano hasta que llegara el momento de volver a irse. Iba a tardar más de lo que creía, porque su hermano cruzó hasta en dos ocasiones la carretera con el semáforo en rojo. Cada vez fueron distintas las heridas de los atropellos y diferente el tiempo de restablecimiento. Así que terminó por buscar trabajo en la ciudad, no se marchó, sus padres habían fallecido y ella no había sido capaz de dejar solo al hermano.

Por eso le costaba viajar, dejar cada cosa organizada para él, y tomarse tres días fuera de casa eran unas auténticas vacaciones. En el tiempo que le quedaba libre se había convertido en una activista por los derechos humanos, y consiguió que algunos colegas se turnaran para llamar al hermano cada poco y hacerle compañía por las tardes cuando ella estaba fuera. Para entonces el hermano casi no salía de casa y había que llevarle el pan y la comida a la mesa de la sala, frente al televisor donde pasaba las horas.
Ramona e Irene se confiaron durante años estas intimidades y se sintieron muy unidas en sus infortunios. No había día en que si no podían verse, no se llamaran por teléfono, una y dos y todas las veces necesarias porque una tenía duda sobre algo o para contarse el último lío de trabajo. Aunque ambas conocían a las personas del entorno de la otra, apenas se mezclaban y era a solas cuando se sentían más a gusto.
Estiradas en la cama, las veces que conseguían estar juntas y sin hacer nada, se morían de risa repasando sus vidas sexuales y sus historias de amor.

Así que esta vez habían sorteado todas las complicaciones y habían cogido el tren.
Ramona se ajustaba el peto vaquero, sentada en el asiento e Irene soplaba un cojín hinchable que había traído para el cuello. Estaban tan excitadas y contentas que reían por cualquier cosa y hablaban sin parar. En el andén habían corrido con sus maletas adelante y atrás de la larga fila de vagones hasta localizar el suyo, habían saboreado el olor del compartimento que llevaba siempre reminiscencias de aventura, habían localizado sus asiento, colocado el equipaje y se dispusieron a dejarse llevar hasta tres días de libertad absoluta sin estar pendientes de qué necesitarían en cada momento los demás.
Se contaron las últimas novedades del trabajo, o más bien repasaron las que se explicaban cada día al teléfono, analizado cada cosa que les pasaba, cada lectura que les entretenía, las dificultades en casa y todo lo que de interesante o trivial pasaba por su vidas o hacían en su día a día. Eran inseparables y se sintieron hermanas.

En el vagón entraron también un par de hombres con equipaje enfundado que trataron con mimo y colocaron con cuidado en los soportes. Parecían instrumentos musicales. Si, eran miembros de una banda, supieron luego, cuando Ramona se puso a charlar con uno de ellos de asiento a asiento a través del pasillo.
Irene la conocía bien y sabía que se estaba excitando, el hombre con melena por los hombros, bigote y barba y unos ojos como adormilados estaba provocando chispitas entusiastas en su amiga. Iban al mismo sitio que ellas, tocarían en alguno de los hoteles por una celebración para la que habían sido contratados.

Llegaron a su paraíso soñado, tiraron de las maletas hacia el hotel, un taxi era demasiado dispendio, prefirieron dedicar ese presupuesto a un par de cervezas que tomaron en un bar con veladores abierto en una plaza.
El huevito de codorniz que a cada una le sirvieron con la cerveza les supo al mejor de los manjares, y entre risas, exaltadas, aquél aire libre, las copas de los árboles y los pájaros que se posaban, la ciudad distinta que las acogía, la espuma que sorbían de las jarras, eran felices, todo las divertía.
Pasaron la tarde visitando edificios, iglesias, museos y una sinagoga a la que llegaron antes de que cerraran… estaban muy cansadas cuando terminaba el día. Volvieron, se ducharon y se vistieron de nuevo decididas a tomar algo sentadas en el jardín del hotel.

El hotel excedía a las posibilidades de cada una pero en la pastelería de Irene lo habían sorteado durante meses y los clientes podían introducir su boleto de compra en una urna redonda de cristal. Las empleadas no podían participar.
La afortunada fue una clienta mayor que no deseaba viajar a su edad y que quiso regalarle a Irene, que la atendía y la trataba con un cariño tal que le hacía compañía en su soledad saber que Irene le pondría su servicio de mesa, su pedido con el mayor de los primores, frases amables y atenciones, a la caída de la tarde. Sabía lo de su hijo, todo el mundo en el barrio conocía al chico, así que la señora le dijo que era hora de que disfrutara un poco ella también.
Habló con los dueños de la pastelería y consiguió que la dejaran hacer ese viaje.
El teléfono era una barrera plástica demasiado densa cuando casi atragantándose con las palabras quiso contarle a Ramona, su querida y buena amiga.
Y fueron. Todo eso tuvo que pasar para que se encontraran sentadas aquella tarde en una terraza bajos los pinos, en el jardín cuidadísimo del espléndido hotel.

En unas sillas de hierro forjado lacadas en blanco, sobre unos mullidos cojines por asiento, las atendió raudo el camarero, uniformado y estirado. Pidieron las bebidas al tiempo que las cigüeñas comenzaban su coro en la torre de una iglesia que cerraba el conjunto de edificios históricos y restaurados del hotel.
Ya la luz se ponía en el cielo con estelas de algodón deshilachado cuando los músicos del tren entraron a tomar algo y se sentaron con ellas. Luego otros músicos y sus amigas se unieron al grupo de modo que en un rato la mesa estaba llena de vasos consumidos o a medio consumir y el alcohol iba llenado los estómagos y acorchando las mentes. Irene escuchaba lecciones de flautas y sus sonidos en boca de uno de los músicos que cada vez más arrimado le dirigía entre el vocerío de conversaciones cuando Ramona se levantó y desapareció por la cortina que daba acceso al interior de la cafetería del hotel. Irene seguía escuchando al músico cuando su amiga volvió y le dijo al oído que tenía que marcharse.
La sorpresa apenas le dejó preguntar ahora, hoy, ya, pasa algo, a dónde, cuando su amiga desparecía hacia el interior dejando en su oídos tu quédate, mañana te lo explico, tengo que ir al trabajo, me han llamado. La decepción y los peros y las preguntas se mezclaron con los efluvios etílicos e Irene se quedó sin entender nada.

Hasta la mañana no se percibió, al despertarse, sin las ropas y calzado de su amiga esparcidos por la habitación, sola. Se duchó, se tomó un café bien largo en el autoservicio del hotel y se dispuso a llamarla por teléfono para que le explicara qué había ocurrido grave o urgente para arrancarla de sus días libres, tan dificultosamente planeados y obtenidos.
Llama y llama, sin respuesta. Telefonea entonces a su trabajo y una voz le asegura que Ramona no ha venido, tiene unos días libres. No, no la han llamado, hasta el lunes no tiene que volver.
El cuerpo de su amiga yace frío sobre el linóleo del pasillo en la mente de Irene cuando el pánico comienza a dominarla. Quiere avisar a su hermano, preguntarle si está con él, pero teme que no sea así y transmitirle la inquietud a su hermano enfermo, si llama.
Dónde está, dónde ha ido su amiga, adónde tan sorpresiva y misteriosamente.
Incapaz de tomar ni un bocado, con el estómago revuelto de la noche y de miedo, Irene recoge todas las cosas de la habitación, entrega la llave y se marcha a la estación en espera de un tren que la devuelva a la ciudad.

Ya es lunes cuando, tratando de concentrase en la masa de los cruasanes que prepara en el horno de la panadería, la avisan de que la llaman por teléfono. Todas estas horas Irene ha permanecido sin saber qué hacer, incapaz de acudir a casa de Ramona y encontrarla tirada, como la imaginaba, de avisar a alguien, de alertar a los compañeros… Ramona es su mejor amiga, pero le han paralizado su miedo a que le haya ocurrido algo y la lucha interior con el convencimiento de que es libre y ha de poder ejercer su libertad y la de no contarle todo lo que hace, lo que decide hacer o en qué emplea su tiempo y su vida. El pensamiento tan racional no ha impedido que los temores le estrangulen el estómago, le torturen la mente, acuciada de dudas, dónde había podido ir su amiga, y por qué no la llamaba, le explicaba, le decía, ¿debía alertar de su desaparición? ¿denunciar su ausencia?

Al teléfono Ramona la saluda como si ayer mismo hubieran charlado al aparato.
El alivio baña las fibras de Irene como al entrar en el mar un caluroso día de verano. Su súplica hace que se encuentren en una placita ante el obrador en cuanto es el tiempo de descanso. Le pregunta dónde ha estado, si está bien, qué le ha pasado, mientras atiende a su aspecto, rasgos de preocupación, le busca señales de estar enferma o herida.
Ramona está bien, insiste en que se fue al trabajo, la llamaron, ya se lo dijo, tuvo que irse.
No sabe decidir qué siente cuando su amiga, además de desparecer, ahora le cuenta una mentira.
-Llamé a tu trabajo. Me dijeron que no estabas, no te esperaban.

Insiste varias veces, dónde has estado, por qué te fuiste, dónde has ido, y su amiga, por toda respuesta sonríe, en ningún sitio, trabajando. No me ha pasado nada, ya ves, intenta bromear, cuando escucha sus temores.

Ni siquiera se altera cuando Ramona no le pide disculpas por el viaje desbaratado, no se indigna porque la angustia de las dudas y la espera por su amiga la han dejado agotada y ahora que la tiene delante, la ve entera y puede por fin despegarla del linóleo del pasillo de su casa, el alivio barre todo lo demás.

Ocurre más veces, descubre cuando le miente o miente su silencio. A medida que se suman las ocasiones, Irene ve en cada mentira una debilidad creciente en la figura de su amiga, a quien ya no siente tan poderosa y fuerte como en los inicios de su relación, y deja que le mienta porque le apena. Lo que su amiga es frente a lo que quiere ser, lo que se permite ser, lo que quiere mostrar de sí misma que en realidad no es. Sin ser consciente decidide impedir que le hagan mella sus debilidades y mentiras. Al fin y al cabo, todos los humanos somos vulnerables, ella también. La quiere.

No será hasta años después, mucho tiempo de compartir vida en el respeto al otro y su deseo de silencio, la versión con la que cada cual decide disfrazarse, sin saber jamás a dónde fue Ramona en su interrumpido viaje, cuando Irene descubra que en aquél linóleo quedó el desgarro del fuerte tejido de su amistad, que por resistente que sea, todo material no reparado, se irá desgajando sin remedio.

Fue mucho después, cuando Irene se preguntaba por qué un día no pudo compartir ya los gestos, intenciones, decisiones y el trato de Ramona, cuando comprendió que la amistad está más llena de penumbra que un pasillo con miradores velados, que impide ver la grieta que se extiende sobre el cubrimiento del firme, germina y resquebraja el suelo del amor más generoso, pleno, sin fisuras: la del recelo. Que al comprobarlo, lenta, muy lentamente, languidece, y sobre un linóleo, frío, artificial, acartonada mortaja, la sospecha la tiende.

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