Se impacientó ante la puerta, intentando encontrar con las yemas de los dedos la carterita de las llaves dentro del bolso. Cuando llevaba tanto rato que ya empezaba mentalmente a buscar soluciones para su pérdida, entre furiosas exclamaciones ahogadas en los labios, el índice de la derecha la tocó en una esquina del bolso habitado por pañuelos de papel, estuche para las gafas, agendas, monedas, cigarrillos y una amplia gama de perfumería.
Con la desazón por el mal rato frente a la puerta, se olvidó de limpiarse las suelas de los zapatos en el felpudo y, al poner la huella húmeda sobre el parqué, le dolió. Segundos después volvía sobre sus pasos con dos gamuzas en los pies y ademán de patinadora, buscando el brillo perfecto en la tarima.
En el cuarto tironeó de las medias, que por finas no le duraban más de una puesta, se soltó cintas, corchetes y apreturas. Una vez liberada, se observó las marquitas rojas que la ropa le había dibujado en la piel y, al entrarle frío, se enfundó en el pijama.
Dejó caer la vista en el peluche desmayado sobre el sillón y envidió su felicidad de trapo: desde su invariable postura, extrañamente sentado, la miraba con expresión de complacencia.
Ante la cafetera humeante y perfumada, en la cocina, se sintió algo feliz, aunque la base de su alegría hoy era que tenía la tarde libre.
Removiendo el azúcar con lentitud mientras sentía el calor de la taza en el cuenco de la mano, pensó que no recordaba su casa a aquella hora, bajo la luz que empezaba a morir, esa presencia del día aún en las paredes, porque hacía muchas semanas que llegaba tarde. Entonces solía correr las cortinas para que la lámpara no convirtiese el ventanal en una pantalla de cine para los vecinos, con ella como única protagonista de la película.
Se preparaba como cena algo extraído de plásticos y envases de aluminio que comía sin apenas notar sabores o temperaturas. Elegía la ropa del día siguiente, que al final nunca se ponía por la mañana, porque su apetencia cambiaba con su humor, pero dejarla así, blusa y chaqueta, sobre la silla, la tranquilizaba y, ya acostada, se aplicaba en cerrar los ojos rápido, porque pronto sería de madrugada. A veces era tanta su ansia de sueño por robarle horas al reloj que no se dormía.
Pero hoy era distinto, porque había empezado la semana con energía para poder tomarse una tarde libre.
Comidas con colegas cuya acumulación de tiempo compartido hacía llamar amigos, citas para hablar de temas importantísimos, aunque cada año y por épocas repetidos; cenas para festejar cumpleaños, logros profesionales… ocupaban el tiempo de tregua que le permitía el trabajo. Así que había decidido tomarse un rato no programado para ella sola. Podía escribir cartas pospuestas, no recordaba bien a quiénes ahora, debía consultar su agenda. Acabar con una novela que había tenido que retomar tres veces desde el principio porque en el intervalo se le olvidaban los personajes. Podía ―había soñado en la oficina durante la semana― ver una película de televisión completa sin hacer otra cosa a la vez y sin aprovechar los intermedios para nada; o depilarse con calma o, mejor, darse una sesión larga de cuidado personal: baño de aceite, masaje de crin, mascarilla en el rostro, pulido de uñas…
Qué feliz había sido al planear todo lo que podría hacer de placentero si conseguía una tarde libre.
El café humeaba en el tazón. Había encendido un cigarro y, sentada con la espalda recta porque tenía tiempo para dedicarse a esos detalles, observaba la calle desde la ventana. Pensó en cuál de todas aquellas cosas anheladas para su rato libre iba a ser la primera.
A medio café, comenzó a sentir pereza. En vez de la sesión de cuidado corporal podía ir a un salón de estética en un hueco robado a un desayuno, por ejemplo. Imaginó que si se ponía a leer el libro acabaría dormida, y no había hecho esfuerzos toda la semana para acabar de siesta en su tiempo libre. Buscó una película interesante en la programación, y determinó que de las que ponían no le gustaba ninguna. No iba a desaprovechar dos horas ante Una dama en el Oeste o Maldito Vietnam o Temor en la ciudad de Nueva York.
Abandonó el resto del café ya frío y se levantó con brusquedad. Dio unos paseos de ida y vuelta por el apartamento. Se asomó a la ventana: gente anónima y vehículos que pasaban. Fue al baño y se miró en el espejo: una pizca de ojeras bajo el corrector y el pelo algo encrespado. Lo alisó mecánicamente con un cepillo. Se lavó las manos. Sintió el agua fría en las muñecas. Se secó a conciencia y, con una bayeta, también las gotas que habían salpicado el mármol. Volvió al salón. Orden. Pulcritud. Aurelia hacía bien su trabajo cada mañana: libros en hilera perfecta por tamaños; adornos de cristal en la repisa, en su sitio exacto; cuadritos de campiña inglesa, granjas sin granjeros ni animales a la altura de los ojos. Los observó desde el sillón, un rato.
Se levantó. Localizó con urgencia un número en la agenda y lo marcó en el teléfono. Con respiración agitada, rogó porque descolgaran al otro lado. La llamada se interrumpió tras diez timbrazos inútiles. Colgó con cierta violencia y reanudó el paseo por la casa.
Empezó a sentirse incómoda. Iba de una habitación a otra sin encontrarse a gusto en ninguna. Revolvió ropas en el armario, desordenó más que ordenó algunos cajones, se tumbó en la cama, de la que saltó en un breve instante para volver al teléfono. Marcó otro número y esta vez alguien contestó.
―Eres tú. Pensé que quizá estabas de viaje ―se esforzó para controlar la ansiedad de la voz―. He pensado que si quieres quedamos y me cuentas cómo terminó aquello con ese jefe que vino de… Sí, ya sé, pero no he podido. He estado tan liada que ni un respiro para ponerme al teléfono. Ya sabes cómo vamos… hasta hoy no he encontrado un hueco… Oye, por mí no lo hagas, si quieres nos vemos otro día ―se mortificó―. Ah, bueno, pues estupendo, me terminas de explicar cómo conseguisteis aquel proyecto. Pero de verdad que si te viene mal… Bueno, entonces nada, dentro de una hora en el California, me acerco a tu edificio y así aprovechamos desde tu salida.
Volvió a vestirse sacando unas medias nuevas del cajón con una docena de cajas idénticas en hilera. Un retoque en la raya del ojo y en el pelo. Un poco más de perfume en las muñecas y la barra de labios en el último momento. Se miró satisfecha en el espejo. Suspiró aliviada. Colocó todo lo necesario en el bolso, salió y cerró la puerta de la calle.
Al fin y al cabo, qué era el tiempo si no tenías nada que contar de en qué lo habías empleado.
Perder el tiempo también puede ser apasionante, olvidar esa obsesión por matarlo como sea.
con ganas de leerte otra vez,,,
está el invierno plácido en las lineas, y se huele la ciudad entre renglones, casi que me invita a una calada, despues de tantos años.