Le recorría despacio el precipicio imaginado en torno a su ombligo con las yemas de los dedos algo húmedas, a pequeños trompicones, sin dejar nunca que penetrasen en el diminuto hueco, como si temiera que un dedo se le fuese a resbalar dentro, para quedarse siempre en el fondo, entre los pliegues de una costura que llevaba allí más de treinta años.
Habían hecho el amor y ahora él la acariciaba en un rito viejo, gastado, porque ―según suponía ella― debía de haber leído en algún libro que, después del coito, las caricias ayudan a acercarse al otro tras la soledad absoluta que encierra el placer del sexo.
Fernando repetía siempre, de un modo casi obsesivo, el recorrido sobre su cuerpo e invariablemente rodeaba su ombligo una y otra vez hasta que la caricia se convertía en molestia. Ella nunca le decía nada, guardando para sí ―como desde hacía tantos siglos― el temor de herir al macho.
Debió de emitir un suspiro involuntario, porque en aquel momento él se llevó la mano con la que la acariciaba a su propio pecho y la dejó allí, inerte, dando la sensación de que le permitía un descanso merecido.
Teresa se levantó y fue al baño. Cerró la puerta con pestillo para asegurarse de que él no vendría detrás y se sentó en el taburete junto al lavabo. Abrió el grifo y dejó el agua correr sobre sus muñecas. Pensó, una vez más, que se aburrían enormemente. Los dos.
Mañana se levantarían temprano, desayunarían antes de ir a la universidad donde daban clase,
para volver por la noche a repetir el hábito de la cena ante el televisor y algún comentario mordaz sobre los demás compañeros.
Llevaban haciendo lo mismo ocho años sin que ninguno de los dos le plantease nunca al otro su desidia. Pero permanecía ahí, en el modo en que él repetía el paseo circular en torno a su ombligo, en cómo ella lo aceptaba.
Cuando se conocieron, eran como mariposas recién nacidas, aleteando llenas de ilusión sobre las flores, repletos de proyectos; deseaban ser los mejores profesores, ella de Biología, él de Matemáticas, y estar a la altura de los más destacados doctores del país. Pasaban horas y horas contándose cómo iba a lograrlo cada uno. Coincidían en muchas cosas sobre cómo tratar a los alumnos, cómo llegarles, cómo hacerse entender e insuflarles su amor a la sabiduría. Era frecuente verlos en las cafeterías de la universidad o tumbados en la hierba del campus, explicándose las materias; aunque, si era él quien hablaba, ella se perdiese en la segunda argumentación y, si se trataba de Teresa quien planteaba su tesis, él reía, porque entendía cualquier fórmula matemática pero bien poco de plancton, especies protegidas, parques naturales o hábitat de determinada especie. Con todo ello se entusiasmaba su novia tanto que se le ponían unos colores deliciosos en la cara, hasta que a él le entraban unas irresistibles ganas de besarla y lo hacía interrumpiendo una de sus explicaciones. Ambos disfrutaban más haciéndose partícipes de sus nuevos aprendizajes que viendo una película en el cine; preferían lo primero antes que pasar la tarde bailando, como el resto de sus compañeros.
Teresa recordaba todo esto en el baño hasta que Fernado la llamó y volvió a la cama.
Estaban ambos vueltos de espaldas y ya creía que su marido se había dormido, cuando él le preguntó con la voz ronca por el rato en silencio si le parecía bien lo que le había planteado sobre su nuevo colega.
Mientras Fernando se volvía de costado hacia ella y se pasaba el brazo bajo la cabeza a modo de almohada, intentó recordar rápidamente qué era lo que le había propuesto con respecto al desconocido colega. Esto era algo que desde hacía un tiempo le había empezado a ocurrir cada vez con más frecuencia: le contaba cualquier cosa y, aunque ella se empeñaba en poner atención, cuando le volvía a preguntar su parecer, comprendía aterrada que no le había escuchado en absoluto; que en el momento de empezar su marido a exponerle algo, se le había ido el pensamiento, con una fuga incontrolada y placentera, hacia cualquier banalidad. Él se molestaba mucho cada vez que lo comprobaba, pero Teresa no podía evitar que el solo tono de su voz, tan conocido, le irritase y le provocara la sensación de que cualquier cosa que dijera ya se la había oído antes.
Se sintieron tan a gusto al principio, encerrados en una misma isla de conocimientos y entendimiento, que habían acabado por conocer de memoria cada liana, cada planta, cada animal salvaje y cada rumor de olas de la mente del otro.
―Ya no te acuerdas ―le reprochó―, te lo dije hace un par de semanas y no te acuerdas.
―Lo siento ―se disculpó ella―, estaría pensando en otra cosa.
―¡Vaya novedad! Te dije, cariño ―la palabra sonó cansada―, que va a venir un colega de Estados Unidos y el rector me ha pedido, si ambos estamos de acuerdo, que lo alojemos en nuestra casa para que se familiarice con las costumbres de nuestro país y podamos trabajar juntos en un proyecto. Le parece que es una buena idea que viva con un profesor en lugar de ir a un hotel, para que se sienta más cómodo y acogido.
Quizá por haberle infligido una vez más el error de su olvido, Teresa aceptó sin preguntarle nada.
―Puede ocupar las dos habitaciones del final del pasillo, de manera que use un cuarto a modo de estudio y nos sintamos todos más independientes- accedió.
―De acuerdo. Mañana hablamos. Empieza a ser tarde y me caigo de sueño.
Teresa se mantuvo aún despierta. Sentía calor y le molestaban las sábanas, pero no se movió por temor a despertar a Fernando, que ya respiraba profunda y acompasadamente.
Volvieron a su mente los primeros años de profesorado en las aulas y cuando más tarde consiguieron un apartamento y se casaron. Al principio, la lucha por el elemental bienestar les había unido más si cabía. Cada nuevo curso se convertía en un valioso caudal de información y experiencias que contarse al terminar cada jornada. Poco a poco, colándose como una serpiente en un recipiente de leche fresca, llegaron los primeros fracasos, las desilusiones, la propia consciencia de las limitaciones personales. Finalmente se estrellaron con una realidad áspera y férrea que no variaba un ápice con el tiempo: el desencanto de los compañeros; la renuencia de la mayoría de los alumnos a que se los introdujese en lo que para ellos había sido el idílico mundo del conocimiento; la dificultad para virar lo más mínimo en los planteamientos académicos, movidos siempre por intereses ajenos a la veneración de la Cultura. Se quedaron allí, en la misma ciudad en donde habían nacido y crecido. No dieron conferencias magistrales ni se les reclamaba para los cursos de verano de las diferentes universidades del país. Obtuvieron un puesto cómodo dentro de la limitación de su universidad, donde eran reconocidos más por el tiempo que llevaban en ella que por la destreza con que intentaron destacar en sus diferentes campos. Se habían cansado con la misma facilidad con que se entusiasmaron en otro tiempo, como si la intensidad del ímpetu inicial se lo hubiese cobrado en la constancia que luego les iba a faltar para continuar con sus aspiraciones.
Y lo mismo había ocurrido con su matrimonio. Así al menos sentía Teresa, aunque nunca lo hablaba con Fernando, porque le parecía que el hecho de dar vida con palabras a su desencanto acabaría por hacerlo irreversiblemente real. Ante un planeamiento verbal, se hubiese destapado el puchero de los limones podridos que cada uno llevaba dentro. Ninguno sentía ánimos para empezar de nuevo, ni solo ni con otra persona, puesto que, como se decía Teresa, habían agotado el aliento creador de sus vidas. Mantenían por tanto un acuerdo tácito de silencio, de volverle la espalda deliberadamente a su hastío, porque era un cansancio conseguido en años y por ello tenía el tinte de lo atesorado, válido y real. Sigue leyendo…