Suplicio chino

Era un un golfo prematuro.Sardina008

Su mayor entretenimiento consistía en saltar las tapias de las tabernas, por donde sabía que estaba el almacén, y robar todas las botellas que le cabían entre los brazos.

Más de una vez estuvo a punto de darse un golpe serio que fuera más allá de las rodillas heridas en el momento de saltar. Apilaba las botellas en el bajo de una escalera donde se reunía a fumar la cuadrilla de adolescentes del poblado. Tenían una cerradura que no les costaba nada abrir y menos volver a cerrar y allí, en la oscuridad, fumaban durante horas, bebían de las botellas sin conocer el contenido hasta el primer sorbo, y hablaban de chicas.

La mayoría de las madres no los echaban de menos con tal de que llegasen al oscurecer. Hasta les aliviaba no tenerlos cerca por unas horas, sobre todo en los días de lluvia, cuando se les hacía insoportable escuchar bajo el mismo techo a la recua de chiquillos gritando y peleándose constantemente.

Cuando aparecía el buen tiempo, las campas eran sus dominios. Les encantaba esconderse entre los setos verdes y tiernos, cobijados por todos los lados menos por el cielo, que veían pasar como si el seto se hubiese convertido en una gigantesca hoja que les llevase a la deriva por un mar de clorofila.

El que mejor se ocultaba siempre era Óscar, el golfo prematuro, de cuerpecillo escurrido y con las rodillas siempre llenas de heridas resecas. Se cortaba la cara con los bordes finos de las hierbas y pasaba el verano con las mejillas enrojecidas, las piernas y los tobillos arañados. Era capaz de mantenerse horas enteras sin hacer movimiento apreciable hasta que sus amigos se aburrían de buscarle y se marchaban a su casa, hartos de dar patadas inútiles a los matorrales esperando encontrarle. A veces, por resistir oculto más que nadie, se llevaba una regañina al llegar a casa, ya de noche y con todos sus hermanos en la cama.

Otro de sus juegos era el del «hinque», una barra fina de hierro con la que debían desplazar las de los otros lanzándola sobre unas líneas marcadas en la tierra húmeda. En más de una ocasión el hierro fue a parar al pie desprevenido de alguno, que echaba a correr hacia su casa dejando un reguero de sangre detrás; aunque no tanta como cuando Óscar le clavó a Jósean la hoz en el centro mismo de la cabeza, mientras cortaba ramitas para pegarlas a los árboles con un engrudo en el que después quedaban atrapados los pájaros.

Cuando crecieron un poco más, su entretenimiento favorito, el que desplazó a las canicas, a la trompa y hasta al fútbol, fue el «suplicio chino».

Era un juego que siempre se proponía cuando había chicas con ellos. Se trataba de hacer que cada uno cumpliese una orden, como traer algún objeto o conseguir hacer una cabriola. Pero no estaba ahí lo mágico, sino en que, cuando no se conseguía lo encomendado, el castigo era el «suplicio chino». Se sujetaba al «culpable» y se le sometía a todo tipo de cosquillas, tironcitos de pelo o toqueteos, lo que solía acabar en un revoltijo de cuerpos que rodaban ladera abajo entre gritos, risas y quejas.

Oscar comprobó que aquel juego le producía un revuelo extraño por el cuerpo, un nerviosismo que le hacía frotarse los dientes entre sí, con un movimiento repetitivo de mandíbula, y le volvía agresivo como cuando no sabía perder.

La inquietud creció el día que llegó la nueva a la escuela. Leer más…

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