El chico inclina la cabeza y un puñado de rastas se le desmoronan sobre el rostro. A horcajadas sobre el brazo del sofá, oculta que se le escapa una lágrima, que se desliza hasta terminar en el bigotillo mal afeitado y poco denso de su juventud primera.
Quiero aprender, quiero aprender, repite como para sí. Incrédulo. Desconcertado.
Por primera vez desde sus precoces cuatro años sentado en un pupitre siente el deseo, anhelo, ansia, de que otros le traspasen su conocimiento.
Educado en las mejores escuelas públicas de la ciudad antes de que cumpliera los diez supieron que no era maldad, malicia, perversidad, rebeldía insana ni enfermedad mental su inabarcable actitud. Respondía a una suprema capacidad de captarlo todo, raudo, veloz, también el límite de los otros, los mayores, profesores, la generalidad de los otros, el placer de llevarles a un lugar donde le creen loco, ha perdido la cabeza este chaval.
No entiende nada de un mundo donde no le entienden, así que solo le interesan sus colegas. Cuanta rabia, cuanto furor ante todo lo ordenado, las calles, los pupitres, los horarios, las clases, la cama hecha de su cuarto… cuanto pica, escuece, la rabia por dentro. El saber lo que quieren incluso antes de que lo disciernan ellos, los adultos, conoce que pretenden llevarle por la senda, la buena senda. Clases extras, inversiones en talento, ese singular conocimiento que dicen los test y la mirada de los psicólogos que le definen con una palabra que le hace gracia, le remite a su entrepierna en la adolescencia, se tronchan los iguales de las clases especiales de los sábados con el nombre. Idiotas, no entienden nada, nada, nada.
Han inventado ninis, otra etiqueta, han de ponerles nombre o sino, estos viejos listos se pierden, y lo repiten, una y otra vez les llaman ninis, ni idea tienen.
Ha adquirido solo todo el conocimiento abandonado, los cursos ausentes, los exámenes dejados en blanco… cuando comprendió. Que quería aprender, si. Saber. Decidir un camino, una disciplina, qué palabra, le sobra, una materia. Hasta que la siente, densa, compacta, clara real y diáfana. Tiene casi veinte cuando sabe lo que quiere. Lo que aceptará, lo que transigirá, lo que luchará por mantenerse en el camino que le marcan, sin demasiados picores, controlando los tics, para acceder a lo que cree le hará sentir bien.
Quiere ser alguien en algo.
Por fin cree que podrá serlo, el bicho raro que analiza la lupa de los estudiosos sobre lo que los dotados necesitan, el hijo que toda pareja quiere tener menos los padres que los tienen, y los miran asombrados, estupefactos e inermes, a los dotados, regalados… fracasados. Por fin ha visto un camino y lo quiere tomar. Acelera, una academia, acceso. Aprueba.
Por fin llega el día y la hora.
Entrará en el sistema.
Será uno más.
Grandes listados.
Su nombre no está.
No hay plaza.
Uno tras otro cada centro público, ninguna de las opciones de las cinco que tiene permitido seleccionar, ninguno de las instituciones educativas a las que llama una tras otra, y a las de pago, que le estrangulan la voz cuando eschucha hablar de lo que convierte en un lujo aquello en lo que él solo busca un camino digno, con posibilidad donde aprender y luego, expresar, ofrecer, dar.
Después de todos estos años diciéndole, lamentando, temiendo, cuestionando, analizando, presionando… el mundo adulto sin saber muy bien qué hacer sobre sus dotes, altas capacidades, agilidad para el conocimiento, superdotado, que nada tiene que ver con la ingle que les hace tanta gracia, no habrá sitio.
Quiero aprender, quiero aprender, repite angustiado y herido, mientras la madre le observa, se levanta, le abraza y siente: lo estás haciendo.
Aparto una rasta y le doy un pañuelo de tela. Huele al sudor de pedalear y como a un niño pequeño le limpio el tizne de grasa de la bicicleta en la frente salpicada con alguna espinilla. Aprendiendo la lección, midiendo lo que no sale en tablas numéricas ni habilidades porcentuales, experimentando capacidad de frustración.
Que en la vida, en la existencia, las cosas llevan su tiempo, y la mayor parte de las veces, las que de verdad se desean, nunca se consiguen en la primera tentativa.
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Me ha encantado Leonor, se me saltan las lágrimas, hay estaba yo, en tú relato, y veo también a tanta gente cercana, que me pregunto, ¿porque somos tan inútiles en no saber educar a quien no entra por el aro de lo establecido?. Besos.
… y esa sonrisa que sale de los asentamientos sobre fallas.
Gran escritora….
Y gran madre….
Y gran amiga…
Y gran mujer.
asi mismo es,,,
a veces olvidamos que tambien nosotros elegimos un camino,,,el nuestro,,,
totalmente apasionado.
Claro que sí… esas lecciones no se enseñan, sólo se aprenden 🙂
Y lo mejor es que te hacen más fuerte.
Suerte la de él de tener a su lado a alguien que lo entiende así 🙂
Precioso texto, Leonor.
Un beso