Cuando ella se fue, no le dije adiós.
Y no se lo dije porque no quería que se fuera.
Así que hice muchos viajes, de aquí para allá, me encontré caminando por muy diversos lugares, traté con gentes que no se iban a marchar, dormí en diferentes habitaciones y compartí experiencias de otros. Así, tomando muchas rutas, embarcándome en variados proyectos, ofuscándome ante escollos e incomprensiones, siempre tantas, tan a mano, despistaría a la realidad.
Tramposa. Creía, me quería engañar, que si deseaba que no se marchara, si hacía como si fuese a seguir allí, con achaques, días malos y menos malos, con su bata holgada, el pañuelo cubriendo la cabeza pelada, sus zapatillas que le pesan un quintal, un quintal me pesan, chiquilla, estas zapatillas, y negando lentamente con un gesto de cabeza repetido con el que se decía a sí misma que no podía creérselo, no ocurriría.
Ni ella ni yo. Ninguna lo creíamos. Prefería mil veces el desencuentro generacional repetido, la incomprensión, los abismos entre ambas, su enfado, indignación, a veces a gritos, trato desmesurado y hasta injusto… lo que fuera.
Porque traería también a quien cuando ya a punto del sueño, con nuestro libro bajo la luz de la lamparilla, arrastra las zapatillas con andar cansino de todo el día trajinando en la cocina y despacio, se acerca, mientras se inclina, su olor a ella, inconfundible y sin par, dice alguna banalidad ¿ya os habéis acostado? ¿Estáis durmiendo? como si las dos cosas, nuestra posición entre las mantas y el no sueño no fueran evidentes, porque algo azorada necesita rellenar de sonido, voz, palabras ¿no os habéis dormido todavía?, el hecho de que te quiere y desea darte un beso de buenas noches, amoroso, insustituible, incondicional, como hace miles de años, de madre.