Sobre el mar de árboles que vivo las copas verde rabioso se mecen plácidas, sin ira en esta brisa de la tarde.
Ante mí, sin embargo, es la mano pequeña, de piel fina y blanca de mi amiga la que veo. Sostiene un cigarrillo que se consume despacio, el que enciende, se permite, al terminar el día. La amiga que cuando quiere, bebe, si no quiere, no lo hace, nunca come demasiado, y fuma un cigarrillo, placentero, alguna noche.
Las copas irregulares algo calmadas reciben el último sol a mi espalda y dejan escuchar la voz de otra de mis amigas que dice: entonces compré una cajetilla, y después de años de no fumar, la consumí entera, de golpe. Acabé en urgencias.
Escribe una tercera amiga lejana: no lo hagas, no abras de nuevo un paquete, mira cuanto me está costando a mí dejarlo.
Todas ellas, ahora no están.
La lucha, constante, eterna lucha, por ser tan fuerte. Tan duras, resistentes, capaces… nosotras, las mujeres.
Me gusta aplastar los montoncitos de ceniza en el diminuto cenicero con el fósforo apagado, qué placer sentir cómo se deshacen los frágiles rulos grisáceos y extenderlos en una capa sobre el metal que simula una tetera plana, sobre la mesa de cristal.
Un paseo, mi perro, el periódico, un vino en la terraza donde sirven los mejores panolis, en la calle que tomábamos al volver del mercado, siempre con algo de dinero reservado tras las compras para la parada antes de llegar a casa: un aperitivo, un panoli, un cigarrillo, la confidencia, reflexión amorosa y la risa. Panoli, no me podía creer que le dieran ese nombre a la tostada con salmón, anchoas frescas o secas, que como tapita ponen en la ciudad.
He de aspirar despacio, la boca se llena del sabor antiguo, guardado en la memoria por una docena de años, casi olvidada la sensación de la boquilla tostada redonda ahuecada en los labios. Y otra vez el aroma delicioso del humo entre los dedos.
La cajetilla, qué ingenio y creatividad los creadores de esta droga, ese rectángulo perfecto, de textura compacta, que acomodo en un espacio del fondo del bolso.
A veces, reconozcámoslo, acompañan más que las personas… y no son tan perjudiciales como pueden resultarnos algunas de ellas.
Pulmones contaminados, de nuevo, como desde la última lactancia, como toda yo, como el verdadero ser humano, débil, contradictorio, absurdo, efímero… enciendo un cigarrillo que no fumé en la desaparición de seres queridos, en los duros conflictos laborales, en los abandonos, errores dramáticos y soledades; le prendo fuego tras esa batalla que gané el siglo pasado, en solitario, con ayuda de nada ni de nadie, más de una década contra la llamada del pequeño cilindro blanco que luego se convertía en otro y otro y otro… y que he de explicar a mi hija, no, por qué mamá, por qué. No quiero ser tan controlada, contenida, estoy aprendiendo a no ser tan cabal. Lógica, racional. Sensatez, abandono la batalla. Con deleite, sin tristeza.
Enciendo otro cigarro.
Ya no quiero ser tan perfecta.