[…] La cabeza se le quedó algo ladeada, con el cabello alborotado sobre los ojos, un intenso calor donde la mano se había aplastado bruscamente contra su cara; y mientras, él, desencajado, la besaba con labios helados, la abrazaba ―«Perdón, Elena, perdón»―, la apartaba para mirarla, la volvía a abrazar ―«Soy un loco, estoy nervioso… perdóname»―; ella sólo oía el estallido de la mano.
Y, detrás, el corazón: se le había desbocado, qué triste. Ya no podía hablar.
[…] Sus amigos se convirtieron en estatuas a la mesa cuando tras un intercambio banal de opiniones, una discrepancia sobre cómo acabar con las avispas que se colaban en la cocina, que no llegó a discusión, la empujó violentamente de modo que dio con la cabeza contra un mueble antes de quedar tendida en el suelo. Mientras caía hacía atrás unida a la silla, pudo ver la expresión de Ana, entre incrédula y aterrada.
Su amiga le preguntó después, cuando la ayudaba a ducharse para reaccionar, que si esto ocurría más veces, no podía seguir así; que no entendía cómo Juan, tan culto, tan amable con todos, aparentemente equilibrado, podía llegar a maltratarla de ese modo. Que tal vez necesitaba un médico. «De alguna forma debes defenderte», le aconsejó mientras sentía sobre sí la lástima que inevitablemente se desprendía de los ojos de Ana.
Cuanto más violento se iba volviendo, menos arrepentimiento y caricias había tras los golpes, más se encerraba en sí mismo. Se torturaba, huraño, ante los débiles intentos de su mujer para hacerle razonar, se revolvía y le gritaba que le dejara en paz; que ella era la culpable, quien le provocaba. Tardó demasiado en aceptar que bajo aquellos hombros amplios, aquella estatura que la sobrepasaba, se escondía un animal pequeño. Mezquino cuando se notaba gato, montés cuando estaba ante su mujer.
Hasta subir al tren habían pasado años. Años de temblor en las manos cuando oía la puerta de la calle abrirse, cuando se sentaban a la mesa, sin preguntarse nada ―«Él me quiere», se decía, sin detenerse a pensar si ella le amaba realmente―. Ni siquiera cuando sus cuerpos se unían empapados de sudor, pasta de temor y deseo, conseguía olvidar que las mismas manos que la acariciaban se convertirían pronto en enemigas…
Del relato El rastro
Como siempre Leonor, hurgando en los sentimientos y contradicciones humanas.
Me encantó tu relato que describe una situación tan usual y a veces tolerada.
Gracias, Lilian. El relato completo lo guardo para tu regreso.