[…] Tenía una cabeza cuadrada, algo alargada desde las sienes, como si se le escurriese allí donde estaba colocado el cerebro. El color de piel de su cara era similar al de las manos, algo amarillento, quizá producto de la luz artificial. El pelo, bastante largo, le cubría el cuello y raleaba sobre la frente. En ocasiones, al hacer un gesto de cabeza, se le desprendían unos mechones débiles sobre los ojos y los volvía a colocar en su lugar de un modo inconsciente. Sus ojos ―Teresa tuvo que tener cuidado para que él no se sintiera observado, especialmente en este punto― tenían el blanco grisáceo y una caída triste de los párpados, engrandecidos por las gafas de concha oscura. Cuando el americano escuchaba a su marido, apretaba unos labios finísimos hasta casi hacerlos desaparecer; sobre el superior, tenía un lunar hermoso. Lo único bello de todo su rostro era aquel lunar redondo, perfecto, a una altura ideal, que parecía un grano de café flotando mimado en un tazón de leche. El resto del cuerpo resultaba desgarbado, de una extrema delgadez, en el que destacaban unas caderas de huesos anchos de las que quedaban colgados los pantalones. El tiempo que permaneció de pie lo pasó recolocándose los pantalones en la cadera con el dorso de la muñeca de la mano derecha, como si con aquel tic pretendiese ajustar toda su figura, toda su persona, en torno a las ideas que expresaba.
Hablaba muy bajito. Teresa perdía a veces el sentido de sus frases, pero pronunciaba bastante correctamente el castellano ―se lo debía a su abuelo, que le enseñó con paciencia, había explicado―. Se expresaba con mesura ―o eso le pareció a ella―, cuidando en todo momento de no contradecir a su marido o de explicar ideas diferentes con suaves giros que resultaban imperceptibles para su interlocutor. Teresa pensó que estaba bien adiestrado para responder a la hospitalidad que le ofrecían.
Le observó tan atentamente que no se dio apenas cuenta de lo que comía y pudo hacerlo porque, excepto en la mirada de la presentación, él no volvió a fijarse en ella. Cuando Teresa intervenía en la conversación, el colega americano fijaba los ojos en su plato y asentía suavemente con un movimiento de cabeza, sin responder en ningún momento a su argumentación.
[…] «Quiere acostarse conmigo», pensó Teresa. Y el descubrimiento le pareció estúpido, irreal y hasta vanidoso, porque él nunca la había mirado. No podía desear a una persona de quien no conocía ni los contornos.
Mientras intentaba recolocar sus pensamientos y encontrar algo que decir, él le paseó la mano desde el espacio donde estaba hasta la nuca. Allí abrió la palma en toda su extensión a la vez que atraía su cabeza hacía aquellos labios relajados de modo milagroso, tanto que hubiese parecido imposible para la habitual línea contraída en que los mantenía. Con la otra mano desprendió la toalla y fue entonces cuando ella pensó que, al menos, debería decir algo, objetar. Sin embargo, permaneció quieta, callada, con toda la curiosidad de su ser desbordada por el hacer de aquel hombre al que minutos antes le habría costado imaginar con instintos animales.
Como si su cuerpo fuese una extensión inacabable, permaneció allí mucho tiempo explorándola. Teresa no se dio cuenta de que temblaba, de pie, en el centro de la habitación, sintiendo los pies húmedos, mal secados, y el resto de sus miembros ardiendo. No pensó en Fernando hasta el final, porque el extranjero estaba llegando a los límites de su conciencia, apoderándose de ella sin culpabilidad de ladrón, envolviendo lo que había sido su mundo gris con un tejido de lujuria, tanta que hasta las sábanas se extrañaron porque entre ellas nunca se había dado tal festín de desvergüenza, tal baile de sonidos guturales, de aglomeración de gemidos, placer sofocado, expansión de miembros al contacto.
No pensó en Fernando hasta el último momento, para decirse que jamás, por nada, nunca, renunciaría a aquella sensación descubierta de culpa, novedad, caída, transgresión, abandono y nacimiento.
Del relato El Precipicio Imaginario