Todo estaba bien, todo estaba bien, años y años de bien, muy bien, pero le observa cada mañana, al levantarse para ayudar al hijo con la ropa, el aseo y desayuno antes de llevarle al colegio. Y no va tan ágil como antes, no tan ligero como ayer, no hay caricia cómplice ni broma irónica con la que comenzar el día. Sale de la habitación y se va muy lejos, qué distante el compañero cuyo aire respira cada noche, una tras otra, todas iguales, parecía, cuando todo estaba bien.
En otra casa la otra mujer también se levanta para abordar lo mismo que él: preparar al hijo en su diario acudir a las clases donde aprenderá a comer, atarse los cordones de los zapatos o pedir algo antes de cogerlo. No comprende qué ha ocurrido, quizá tan dentro de la historia para entenderlo, no sabe por qué ha pasado de escribirle mil mensajes al absoluto silencio, aunque se lo haya pedido. El vacío es un abismo que no se rellena con trabajo, tareas, ocupaciones, deberes, cansancio jornada tras jornada… ni sueños, ilusiones, risas, bromas, aire fresco de primavera… nada. No ve por ninguna parte, mira y mira, dentro, fuera, las esquinas, no encuentra ni ve ni renace lo que el amante con su adiós ha enterrado.
Le ha dicho adiós, él ya en su vagón, camino de otra ciudad, donde se sentirá solo, la primera noche de viernes, de sábado, que acudirá de su trabajo a casa, vacía, en silencio, donde se duchará, cambiará de ropa y saldrá en busca de lo que la mujer del andén no le da, lo que no podrá ya nunca darle: lo diferente, no conquistado, explorar en otros ojos, sonrisa, piel, por más agreste que sea el paisaje hacia el que va frente al que deja, el tren en marcha, lentamente, atrás. La noche de viernes, de sábado, abandonará la habitación cinco minutos antes, para salir a la calle a comprar tabaco, unas cervezas o algo de whisky, y sin ser oído marcar un número de móvil sobre el que volcar te quiero, te echo de menos, un paseo llueve y no hay nadie por la calle veré una peli en la tele, te quiero, mucho, mañana, sobre esta hora, te llamo de nuevo.
Nada de lo que encuentra dentro de ese traje que cubre 1,80 de mujer podrá llevarse lo que le dio ella: sus hijos, el apoyo, las noches de confidencias y el amor primero, proyectos compartidos, las horas de hospital de uno y de otro, de los demás, del entorno, a veces pesado, hasta rancio, que también les hace cadena de lo que son ellos. Sueños de juventud, los más puros, poderosos, auténticos e intocables. El mejor de los mejores, aquél que no comete errores, al que no se le permite. Otras son el riesgo, ella no. Con ella no perderá. Estará siempre, pase lo que pase, sin tener que competir ni arrebatar, está, sin más, con un terreno de guerra marcado hace décadas. Son lo que son. Ambos lo saben. Con ella él es y será siempre quien gana.
Cuando se cruza por la calle con una pareja octogenaria cogida de la mano ve una vida, la suya, a la que sonríe, porque en ésta que le ha tocado, con él -qué viejo parece este último año-, se le ocurren tantas situaciones lamentables que habría podido padecer. Por más que a veces desearía haber estado dentro de ese traje que cubre 1.80 centímetros de mujer, que él desea, ha debido tener, comprende, se resigna y admite que ella nunca fue.