Apenas tiene treinta años y se conoce el país por su geografía carcelaria como otros lo conocen por sus pueblos, monumentos o costas.
En todo el tiempo que lleva encerrado se las ha ingeniado para estar siempre limpio: una meta que no todos consiguen porque se necesita mucha constancia para meter cada noche la ropa sucia en un cubo con agua jabonosa. Pero él sí que aparece siempre con las zapatillas blancas, el pantalón y el jersey sin una mancha.
En su lucha contra el abandono ha alcanzado un cuerpo de atleta. Darle cien vueltas al patio es un buen entretenimiento: flexionar, saltar, correr hasta agotarse.
Tiene una inmejorable salud. En uno de sus intentos de huida alegó la dentadura, pero el médico le rechazó rápido: ni una sola caries que se hiciera su cómplice para escapar.
Lejos de parecerle suficiente, cree que ha de cuidar su espíritu y lee para ello todo lo que cae en sus manos, novelas de aventuras, biografías o la Biblia: no olvida que firmó la aceptación de condena convencido de que reivindicaba su inocencia.
Por fin ha conseguido el acceso a la Universidad. Su dificultad es el inglés. Se considera un intelectual: porque tiene una mente capaz de crear, dudar, ingeniar, rebatir o entender. Se siente orgulloso de su inteligencia.
Odia todo intento de evasión que no sea salir corriendo. Por eso desprecia las drogas y las revistas pornográficas. Le asquea soñar con un papel.
Se siente estafado: le están robando la vida. Pero fue incapaz de atentar contra los otros en el momento de la fuga.
Con todos los sentimientos vírgenes, excepto el del odio, sólo desea salir. De aquél infierno… a éste.
Porque en éste es posible asistir sin horario a una puesta de sol, correr kilómetros sin dar la vuelta, sentir sobre la suya una piel no masculina.
A sus treinta años, media vida a oscuras, todavía sueña, espera, confía, hace cálculos… quizá la reforma del Código Penal.
En su existencia no conoce otro verbo más poderoso: salir.
Mientras espera, su familia le ha olvidado. Son muchos años, como el que tiene un pariente lejano, del que de vez en cuando se recibe una carta. No le perdonan ser un niño malo. Su orgullo le impide quejarse. Jamás les pide nada.
De todos modos es un rey de las celdas. Sabe muy bien cómo leer a altas horas de la madrugada, calentar leche sin fuego, defenderse con el mango afilado de una cuchara oculto en algún espacio de la ropa o las zapatillas. Se mueve por su casa con la majestuosidad del incorrupto. Nunca traiciona a sus amigos ni perdona a los traidores. No le apenan los suicidas ni se conmueve ante los tiernos.
En su permanente oeste no le importa compartir alimentos con los compañeros, aunque tengan SIDA, peligro del que se protege con vaselina en los labios cortados y la resignación de que igual es morir de un tiro.
Para él son los otros quienes están en un error. Los injustos, por robarle la vida.
Al fin y al cabo, él sólo se siente culpable por haber sido inculto y pobre. Nutrido en la miseria de la calle. Piensa muchas veces que los del otro lado podían ser él. Y él quien hubiese buscado su futuro en un sueldo del Estado.
De lo que no duda es de quién es el fuerte. Ellos tienen miedo. Él ya no. Decidió no claudicar y se niega a dar su vida por completo, por difícil que resulte mantenerla en los bajos días señalados, como Navidad.
En eso, en la vida, en poseerla a cualquier coste es en lo único en que son todos iguales.
Él, como los de fuera, como los que le tienen encerrado, disfruta de esa pertenencia. Y no les va a dar el placer de regalársela.
Resistirá, con sus zapatillas blancas y su ropa impecable, sus flexiones y sus libros, hasta que pueda pasar… de aquél infierno, a éste.
genial,,,explícito.
como siempre en cada renglón y ZASS!! casi que se nota el frío del hormigón,
el espacio entre los barrotes,,
el patio por el cual caminar.
me seduce la comparativa infernal.
felicitaciones