Todo empezó con…

autobusTodo empezó con aquél  padre uruguayo que empuja a la joven a ser independiente. Su periplo la llevaría a Indonesia con escala en Menorca. Hija de Margara, que vive en Bellavista, un balneario así llamado aquí al conjunto de casas diseminadas bajo un bosque de eucaliptus, que limita con una extensa línea de playa. Una de esas casas, la de Margara, era montada y desmontada, hasta las camas, cada semana, porque el padre hacía baile en sus estancias la noche de los sábados. Ahí, donde ahora está la chimenea, se colocaba la orquesta, nos cuenta.

Ah, Margara, le digo, cuanto amor debió fluir entre estos cuartos. ¿Y vosotras, las hijas, qué hacíais entonces? ¿Nosotras? Atender a la gente y bailar, bailar como las demás, y su respuesta la hace reír porque recuerda, reír y moverse toda sujetando su pierna mala sobre la silla.

Margara es también abuela de la joven uruguaya con una casita de juguete en Piriapolis, ciudad de costa fundada por Piria, un personaje de su historia. Construyó una ciudad, con castillo, gigantesco casino, hotel donde recogían el agua de lluvia para hacer unos cubitos de hielo más cristalino. Con la sofisticación europea de un San Sebastián, venían a deleitarse en avioneta desde el país vecino, que por algo se llamó Hotel Argentino.

Sigue un pintor con su Atelier, casa exposición y taller en Punta del Este, casado con una neuróloga española que se vino desde Mallorca. Punta del Este es lo que todo el mundo nos pregunta, con orgullo, si hemos visitado. Similar a un Marbella sin acercársele, las revistas del colorín arrojan fotografías y fotografías de fiestas a caballo, mansiones del lugar y vaporosas blusas en torno a esas cosas que son las que menos nos interesan.

Y de ahí al amigo del pintor que nos acoge en su chacra o finca de campo, en la que pasamos unos días aquietando espíritu en las más maravillosas puestas de sol que pueda imaginarse sobre la campiña de Abra de Perdomo, y donde mi hermano y yo salíamos a recorrer la noche acompañados por pompitas verdes luminosas de montones de luciérnagas.

Mujeres desesperadas –a veces- tejen una red por la que  una de ellas nos invita a su hogar de Buenos Aires. Y su hijo seleccionará y compartirá películas de mi gusto más que del suyo en una educada hospitalidad joven.

Una mujer en su día opositora exilada, luego comunera y hoy floreciente empresaria, ofrece su espartana morada.

Un fragmento de mar de la Rambla de Montevideo se puede ver a lo lejos desde el ventanal de la casa del ingeniero agrónomo, amante de las piedras en realidad, con las que cubre su escritorio, amigo del pintor, que se marcha con su novia y aquí nos deja, instalados.

Parrillas que en los jardines, azoteas o porchadas, se prenden en nuestro honor y con sus asados festejan nuestra visita y estancia. El músico toca.

Entorno para ellos la puerta de los humildes metros de ciudad madrileña que se  abren con mi llave para que cuando lo deseen sientan como nosotros estas semanas.

A todos, que de nosotros sabían que éramos hermanos y españoles apenas, amigos de amigos, a las sábanas, almohadones, heladeras, coches, conexiones, baños, mesa, cuarto, objetos personales, discos, música, cremas o intimidades… que han franqueado al cedernos sus hogares, su conversación y compañía; por no creer en los maleantes, negarse a temer el lado oscuro, por confiar, por acoger y cuidar, por hacernos sentir en este eslabón a eslabón sobre el que hemos anudado nuestra estancia, que somos parte de una humanidad buena y confiada, hospitalaria, de las sociedades primeras, generosa y abierta: gracias.

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