He de escribir una crónica de mi viaje. Se supone entonces debería haber contado las jornadas en Uruguay.
Pero ya estoy en Buenos Aires.
Vivo los días sin tiempo para el relato. Ahora mismo la calle está fresca en la primera hora de la mañana en este barrio de Recoleta donde me encuentro. Por la ventana se mecen un poco las hojas de los árboles y cuesta quedarse prendida de esta pantalla en lugar de salir y caminar y ver, sentir, sentir…
Porque eso es este viaje: un mundo de sensaciones. Como ayer, en el Centro Cultural del barrio, a donde una amiga periodista, catalana, que hemos encontrado nos lleva para disfrutar del aire acondicionado. Y ya prefiero quedarme. Es un espacio, además de más refrescante, mucho más rico que la iglesia con ventiladores que habíamos elegido para unos minutos calmos antes de seguir en la tremenda sensación térmica que supera los cuarenta grados de la calle.
La exposición sobre textiles en morado me hace pedirles que continúen sin mí el paseo, yo quiero saborearla un rato más. Las salas con las obras a esa hora casi vacías se bifurcan en pasillos de lo que era un convento. Tarareo. Me pasa cuando siento un inmenso placer: que la garganta cobra vida propia y vocea suavito su alegría: hilos, fotografías, papel, maniquíes, pinturas, trenzados, bordados, cuadros… suspendidos, prendidos a soportes curiosos, en movimiento o con una inquietante fijación. Una exposición sobre textiles con una línea temática: el morado.
Es bella. Me explota dentro en esta tarde bonaerense.
Me hace sentir gratitud. Hacia todos los nombres, casi todos ellos femeninos, que en etiquetitas blancas aparecen al lado de cada obra. Creadores que sea donde sea el lugar del mundo, han pensado, ideado, construido y realizado aquellas porciones de arte, emocionante cada obra en sí y un todo que en la sala transmite la fuerza de la belleza, del poder creativo de la mente humana.
Tarareo en la tarde bonaerense, inmersa en morado y describo el cielo.