Nos apresuramos una tarde  por la acera del barrio de Madrid donde vivimos, camino del polideportivo para llegar puntuales a su hora de clase, cuando mi hija me pregunta:

¿Y por qué vas a allí, mamá?

Arrastra de su bolsa de Hockey, con el palo como mástil asomando de una de las cremalleras,  el pelo recogido en coleta para practicar su deporte con un pañuelo en tonos malvas y morados muy chic en torno a las sienes, que hace juego con el color de mi bolsa, con todo lo necesario para la natación que llevo al hombro.

¿Allí?

Si, ¿por qué te vas de viaje? Pregunta, mientras sigue caminando con la mirada al frente y la valla metálica del polideportivo a su derecha.

Pues -intento una respuesta rápida y clara para su mente adolescente-, me voy para hacer un espacio entre mi vida de antes y mi vida de después.

Como no dice nada y solo el sonido de las ruedas de su bolsa sobre la acera acompasa nuestro andar algo acelerado, sigo.

-Es un viaje como un hueco, algo así como un punto y aparte entre la vida de la que vengo y la vida a la que voy.

-¿Y cuál es la vida a la que vas?- indaga cautelosa, sabiendo que forma parte fundamental de esa experiencia, pasada y sobre todo, la que está por venir. Que su propia vida está también en ese espacio del fututo a donde irá su madre, con quien convive.

No lo sé del todo. Voy a una vida creativa. No sé a cuál exactamente.

¿No lo sabes?

No. Pero creo que esa página hoy blanca, será como ese hueco que dejas entre las líneas de tus cuadernos, cuando escribes. Alejarse de lo conocido, adentrarme y habitar en un mundo que aún ignoro, esa distancia de lo cotidiano, ese viaje a miles de kilómetros, me acercará a ver lo que quiero.

La miro. Me mira, sonrío: me acercará a mí.

Te quiero, mamá. Un beso, se despide, camino hacia su clase por el sendero de la derecha, mientras asciendo la calle al final de cuya ligera elevación está la piscina.